viernes, 28 de enero de 2011 | By: Abril

Carta abierta a una mujer de noventa años


Querida nonagenaria:

El propio término ordinal nonagésimo me resulta exótico, como si procediera de otros ámbitos, esa taumaturgia de los números, que es una convención, pero también es una convención el cumpleaños y tantas otras cosas de las que nos rodeamos. Quizás sea menos convencional tu biografía, a caballo de dos siglos, que comienza un poco antes de que en Sarajevo un anarquista asesine al archiduque y comience la I Guerra Mundial, y está llena de quehaceres ajenos a esas circunstancias. La monarquía, la Dictadura de Primo de Rivera, otra vez la monarquía, la República, la Dictadura de Franco, la Democracia, todo ello te pilla trabajando, dentro y fuera de casa, que no tengo memoria de inactividad o de holganza, como si el destino hubiera dispuesto el esfuerzo asociado a tu existencia. Perteneces a una generación que se ha pasado la vida trabajando, pero trabajando siempre y a todas horas, con una asumida mansedumbre que, hoy, al escuchar quejas de pertenecientes a generaciones más jóvenes, no sólo me llena de asombro, sino que me pasma.

Sabes de la vida rural y de la urbana. De las heladas orillas de los ríos, adonde había que acudir a limpiar las ollas ennegrecidas y de las dificultades del transporte público. Nadie te tiene que contar la evolución de la plancha de carbón de la cocina económica a la plancha eléctrica de vapor, o del lavadero público a la lavadora programada, porque has sido testigo, víctima y beneficiaria de esas transformaciones. Y, como es posible que te preguntes, desde la altura de tus noventa años, qué es lo que has hecho, te puedo responder que has hecho feliz a la gente que ha estado a tu lado, y que esa es la labor más importante que puede realizar una persona, porque no hay descubrimiento u obra artística que se le pueda comparar. Hoy espero compartir contigo el pan de la celebración y el soplo de una vela simbólica, que noventa serían demasiadas incluso para los pulmones de un atleta. Así que, hasta dentro de un rato, con permiso de la audiencia, felicidad mi querida nonagenaria, felicidades, mamá.

(Luis del Val)
jueves, 27 de enero de 2011 | By: Abril

Carta a Josefa, mi abuela


Tienes noventa años. Estás vieja, dolorida. Me dices que fuiste la muchacha más hermosa de tu tiempo ― y yo lo creo. No sabes leer. Tienes las manos gruesas y deformadas, los pies como acortezados. Cargaste en la cabeza toneladas de leña y de haces, albuferas de agua. Viste nacer el sol todos los días. Con el pan que has amasado podría hacerse un banquete universal. Criaste personas y ganado, metiste a los lechones en tu cama cuando el frío amenazaba con helarlos. Me contaste historias de apariciones y hombres-lobo, viejas cuestiones de familia, un crimen de muerte. Viga maestra de tu casa, fuego de tu hogar ― siete veces quedaste grávida, siete veces pariste.

No sabes nada del mundo. No entiendes de política, ni de economía, ni de literatura, ni de filosofía, ni de religión. Heredaste unos cientos de palabras prácticas, un vocabulario elemental. Con eso viviste y vas viviendo. Eres sensible a las catástrofes y también a los casos de la calle, a las bodas de las princesas y al robo de los conejos de la vecina. Tienes grandes odios por motivos de los que ya ni el recuerdo te queda, y grandes dedicaciones que se asientan en nada. Vives. Para ti, la palabra Vietnam es sólo un sonido bárbaro que nada tiene que ver con tu círculo vital de legua y media de radio. De hambres, sabes algo: viste ya una bandera negra izada en la torre de la iglesia. (¿Me lo contaste tú, o habré soñado que lo contabas?) Llevas contigo tu pequeño capullo de intereses. Y, sin embargo, tienes ojos claros y eres alegre. Tu risa es como un cohete de colores. Nunca he visto reír a nadie como a ti.

Te tengo delante, y no te entiendo. Soy de tu carne y de tu sangre, pero no te entiendo. Viniste a este mundo y no te has preocupado por saber qué es el mundo. Llegas al final de tu vida, y el mundo es aún para ti lo que era cuando naciste: una interrogación, un misterio inaccesible, algo que no forma parte de tu herencia: quinientas palabras, huerto al que en cinco minutos se da la vuelta, una casa de tejas y el suelo de tierra apisonada. Aprieto tu mano callosa, paso mi mano por tu rostro arrugado y por tu cabello blanco que resistió el peso de las cargas ― y sigo sin entender. Fuiste hermosa, dices, y veo muy bien que eres inteligente. ¿Por qué te han robado, pues, el mundo? ¿Quién te lo robó? Pero quizá de esto entienda yo, y te diría cómo, y por qué, y cuándo, si supiera elegir entre mis innumerables palabras las que tú podrías comprender. Ya no vale la pena. El mundo continuará sin ti ― y sin mí también. No nos habremos dicho el uno al otro lo que más importa.

¿Realmente no nos lo habremos dicho? No te habré dado yo, porque mis palabras no eran las tuyas, el mundo que te era debido. Me quedo con esa culpa de la que me acusas ― y eso es aún peor. Pero, por qué, abuela, por qué te sientas al umbral de tu puerta, abierta hacia la noche estrellada e inmensa, hacia el cielo del que nada sabes y por el que nunca viajarás, hacia el silencio de los campos y de los árboles en sombra, y dices, con la tranquila serenidad de tus noventa años y el fuego de tu adolescencia nunca perdida: «¡El mundo es tan bonito, y me da tanta tristeza morir!».

Eso es lo que yo no entiendo ― pero la culpa no es tuya.

(José Saramago)