lunes, 15 de febrero de 2010 | By: Abril

Otoño de 2009, atardecer con llovizna


Hola, mi querido, tanto tiempo... ¿cómo estás?

Quisiera poder llamarte así, simplemente, y que charláramos como dos viejos amigos que se reencuentran después de un largo viaje en soledad.

Hace tanto de mi vida que no sé nada de tu vida, que creí que te tenía olvidado. Pero hoy, sin pensarte, sin nombrarte, sin darme cuenta de nada, desperté de una larga siesta con el recuerdo de tu rostro cubriéndome el paisaje de mi tarde y sintiendo en todo mi cuerpo el inolvidable roce de tus manos exaltando mis sentidos hasta dejarme sin sentido.

Sé que talvez no te acuerdes ni tan siquiera del timbre de mi voz calentando tu teléfono con mis ansias. Que si te llamo, dudarás antes de darme un nombre, para no herir al fantasma que se levanta y te clama un espacio en tu memoria. Sé que reirás burlón, jugueteando con la incertidumbre de no poder reconocer a quien paseó colgada de tu brazo por los prohibidos jardines del placer hasta caer agotada en el sueño y seguir en el sueño paseando colgada de tu brazo por los prohibidos jardines del placer, hasta sentirse morir de amor, y volver a vivir sólo para verte. Para verte y poder amarte nuevamente.

Sé que crecerá tu vanidad en ese buscarme dentro de tu agenda personal, y que acudirán a tu frente nombres, rostros, recuerdos, atropellándose con perfumes, risas, vinos, lágrimas, alegrías, dolores... en una inútil murga que lleva vestida su desnudez con toscos oropeles creados con latones y papel crepé; con imágenes pintarrajeadas con borroneado rouge y hechas de miga de pan, levantándose desde las devastadoras cenizas, deformándose bajo la lluvia. Colmándose de sal bajo las lágrimas. Bajo la soledad de mis lágrimas solas.

Desgastadas efigies mohosas, arrastrando luminosos harapos salpicados con destellos de cristales de plástico, de lentejuelas circenses, ofreciendo extraños brindis en vasos vedados, avanzando atronadoras por las exclusivas avenidas de tu ser interior, pisoteándote, destrozándote, muy a tu pesar. Por que los recuerdos siempre destrozan al pasar por el alma que los evoca.

Aunque lo niegues. Aunque lo niegues y te desangres.

Porque reconozco que siempre tendemos a repetirnos en las cuestiones amorosas. Porque recreamos una y otra vez los mismos juegos, las mismas idioteces geniales con las que perdimos antes. Cada cosa que yo, en mi intento de ayudarte a que me recuerdes, te traiga del pasado --de nuestro pasado, porque nosotros fuimos dueños del tiempo del otro — estoy segura que las habrás vivido una y mil veces más con diferentes pieles, con diferentes olores, ¡con tan diferentes murmullos!

Talvez, hasta te sucedió como a mí, que muchas veces sufrí la humillación de nombrarte en pleno amor, sin querer hacerlo. De despertar -- como hoy, a pesar de tanto tiempo recorrido desde tu cuerpo hasta mi soledad — con el sabor de tu boca en mi boca, con el latir de tu cuerpo dentro de mi cuerpo.

Y saber que esta tarde otoñal es más fría, más gris de lo que parece cuando se te mete entre las sábanas y te trae el calor perdido de otras tardes de otoño, con olor a humo brotando desde el encendido hogar, con los centenarios leños dándoles reflejos irreales a nuestras pasiones. Colándose por cada uno de nuestros poros, exaltados en su calor. Enfebrecidos. Enardecidos.

Mientras, cual dos bestias hambrientas, continuábamos devorándonos el uno al otro, para poder volver mil veces a renacer.

Y volver mil veces a renacer cuajados de eternidad en el eterno ritual de la vida que incendia a los amantes. Porque en aquel momento creíamos que el ser amantes era una eternidad atrapada entre dos almas que no podían separarse por más lejos que estuvieran una de la otra.

Para luego descubrir que era cruzar del cielo al infierno sin transición, desnudos y con tan sólo un pasaje de ida para dos.

Por eso hoy me asombra sentirte tan cerca, como si toda la arena del viejo reloj hubiera sido empujada por algún viento cautivo del arcano, dejando escapar su caja de dolor, despojado y solo.

Bebo una a una cada caricia tuya que se quedó en mi piel mientras sigues buscando en otras pieles el placer que nunca llegó a colmarte ninguna.

Recuerdo con exactitud enfermiza cada espacio de tu ser. Tus gustos. Tu forma de amar. Tus gemidos agónicos en cada pequeña muerte de a dos.

Si supieras las veces que lloré de rabia y de impotencia por no poder retenerte.

Si supieras las veces que te llamé sin llamarte.

Hasta que creí --infantilmente—que te había olvidado. Que estabas borrado por el vértigo de otras pasiones que desbordaron mis sentidos.

Y juro que amé. Que amé con tantas o más ansias que con las que te amé a ti.

Que tuve celos, odios, deseos, esperanzas, desesperanzas; pasiones tanto o más intensas de las que sentí por ti, de las que me inspiraran tu piel, tu voz… tu voz que sigue vibrando guardada para siempre entre los pliegues más recónditos de mis sentidos.

Y hoy, sin siquiera imaginarlo, mi parte más profunda te rescata del olvido, del ostracismo al que yo te tenía confinado y comienza una campaña proselitista con tus retazos, y me cubre de panfletos en los que tu imagen sonríe y me llama.

Y me trae a la superficie de mi nada interior el roce de tus manos, el cálido olor de tu piel, la fuego de tus ojos adormecidos en los míos, la complicidad de algún tonto secreto compartido en la mágica estación de nuestras almas.

Quisiera poder tener la serenidad, la valentía de tomar este inerte aparato telefónico y llamarte y que me contestes; y que te alegres al reconocerme de inmediato y me digas, como antes, con tu inolvidable voz temblorosa de amor en la espera:

--- Hola, querida... esperaba tanto tu llamada... justamente estaba por hacerlo yo, dado tu largo silencio. Pero temía que no me respondieras, ven pronto, por favor… ¡te sigo amando tanto!

Pero este miedo cerval que incinera mi ser, me obliga a alejarme, a no tener más para decirte, por eso me despido de ti tratando de enterrar profundamente estas piedras de tu recuerdo en medio del desierto de mis días. Y sé que, ahora sí, jamás volveré a buscarte; mi orgullo me encadena, matándome en los domingos huérfanos de sol, de este otoño tan lejano de aquél otoño nuestro, pero con todos sus segundos invadidos de tu recuerdo.

…y a pesar de todo lo que dije o haga, ¡te sigo amando tanto!

Brindando por la eternidad, último lugar donde nos encontraremos, me despido pidiéndote perdón por seguir aferrada al recuerdo cuando todo ya está muerto, jurando que arrojaré las cenizas de esta carta al viento, para que nunca puedas leerla.

Para que nunca puedas volver a burlarte de mis sentimientos.

(Mª Teresa del Valle Drube Laumann, Accésit en el IV Concurso Internacional de Cartas de Amor San Valentín)

Atención al cliente



Librería "La fuente de Castalia" Calle Parnaso 23, Madrid
15 de enero de 2010

Apreciado Sr. Mendoza:

Nos ponemos en contacto con Vd. para indicarle que no nos es posible atender su pedido con fecha del 7 de enero de 2010 recibido por correo ordinario en nuestra librería el lunes 11, en referencia al artículo Nº 000115-0110 de nuestro catálogo, con la celeridad habitual y que me ponía muy contenta cuando entrabas en la librería y creo que te echo de menos.

Como recordará, se trata de un ejemplar del Diario de un poeta recién casado. Juan Ramón Jiménez. Casa Editorial Calleja, te lo explico enseguida, no te asustes, Madrid, 1917. 1ª ed. 18 x 12,5 cm. 280 Págs. Rústica, con cubiertas. Lomo tostado con pequeñas pérdidas en los bordes no sé si sabes que me llamo Mariví, bueno, ahora sí que lo sabes, claro, qué boba. Ligeras manchas de óxido que no afectan al texto. Firma anterior propietario en página de cortesía soy la más pequeñita de la librería, la de la melena gris y las gafas de concha; ofertado a un precio de 1300 ?. El hecho, injustificable, es que el artículo se ha extraviado sin que hasta el momento hayamos sido capaces de dar con él la que te atendía casi siempre porque mis compañeras saben que me gustaba atenderte y simulaban estar atareadas cuanto te veíamos entrar. Lamentamos profundamente las molestias que esto le pueda causar y le rogamos que acepte nuestra sincera disculpa.

Junto con esta carta le remitimos un giro postal por el importe de los 1300 ? además de atender ya ves que me ocupo de la correspondencia lo que pasa es que no tengo acceso al fichero de direcciones que tuvo Vd. la deferencia de ingresar en nuestra cuenta por adelantado algo relacionado con la privacidad y los datos personales y las leyes, bueno, vale de explicaciones. No obstante, le aseguramos que se adoptarán las medidas precisas para encontrar el ejemplar, verás, el gerente no lee lo que le pasamos a firma, no te preocupes, eso sí, tengo que dejar caer las frases aquí y allá; si fuera necesario se llevará a cabo un inventario general de existencias y me dirás que no sé nada sobre ti y es verdad que sé bien poca cosa, sí, muy poco, aunque me gusta lo que sé, aunque, como esperamos que comprenda, eso conllevaría una demora considerable.

Si Vd. pudiera asumir esta demora de tiempo estaremos encantados de servirle el pedido me gusta que seas amable conmigo y aún me gusta más que lo seas también con las demás dependientas, qué tontería, ¿verdad? creo que lo que me gusta es que seas amable con quien no necesitas serlo con un descuento de un 5% en compensación por el retraso y la molestia. En el caso de que, en el ínterin, apareciera en el mercado otro ejemplar de la misma edición me gusta tu voz de hombre que tiene una voz bonita pero que no sabe que la tiene nos comprometemos asimismo a adquirirlo para Vd. y, si se diera la circunstancia de que el precio de venta fuera superior al ofertado me gusta que insistas en que te llamemos Nacho, todo el mundo me llama Nacho y que dejes que el gerente te siga llamando Don Ignacio, mantener las condiciones en que fue encargado por Vd. en fecha 7 de enero y con las que figura en nuestro catálogo mensual me gustan las corbatas que no te pones asumiendo la librería el coste adicional y aplicando y lo fácil que resulta hacerte enrojecer, ahora mismo debes estar coloradísimo, es casi como si pudiera verte, en cualquier caso, el descuento antedicho.

Esperamos que este inexcusable contratiempo me gustan las pelotillas de tus jerséis marrones no suponga merma en la confianza me gustan las gorras que llevas sobre los rizos blancos que me gustan tanto que desde hace años viene Vd. depositando en nosotros y, en tanto aparece el artículo me gusta el olor de tu colonia de bebés cuando hago como que no te oigo bien para que te arrimes al mostrador, apelamos a la amable disposición de que siempre ha hecho Vd. gala a lo largo de nuestra prolongada relación comercial.

Pidiéndole de nuevo disculpas si mis compañeras supieran lo que estoy haciendo pensarían que estoy loca y que no tengo derecho y es posible que tú también lo estés pensando porque tal vez estoy loca y claro que no tengo ningún derecho ¿me sabrás perdonar? por no poder suministrarle su pedido ¿verdad que me perdonarás? No voy a volver a molestarte, nunca en la fecha prevista y agradeciéndole su compresión tan sólo quería que supieras que te echo de menos y me preguntaba si querrías cualquier día de estos quizá querrías tomar un café conmigo si quieres, sólo si tú quisieras y yo invito. Mariví, reciba un cordial saludo ah, estate tranquilo por el libro que mañana aparecerá tan misteriosamente como desapareció, es sólo que necesitaba un pretexto, bueno, vale de explicaciones. Sólo si tú quisieras. Yo invito. Queda a su entera disposición,

Gerardo Lope Garcés
Gerente

(Julio Igualador, Carta finalista del IX Concurso de Cartas de Amor, "Antonio Villalba")
domingo, 14 de febrero de 2010 | By: Abril

Carta para Javier


Hijo mío:

Aunque no sepas leer ni hablar, menos comprender esta carta, es mi deseo comunicarte lo triste que me siento sin ti. Tu escuela y mi trabajo nos mantienen físicamente alejados pero en ningún momento dejo de recordarte: tú eres mi motor en mi diaria lucha.
Cierto es que eres diferente, pero de eso no desprende mi tristeza. Yo te quiero y acepto tal como eres,. Si tu situación requiere que recibas de nosotros todo nuestro tiempo es porque el destino ha decidido que luchemos juntos y, tal vez, nunca separarnos.
Mi tristeza es por mi egoísmo y vanidad, en que yo afirmo que mi mundo es real y el tuyo equivocado. No soy capaz de reconocer las cosas de otra forma que no sea la que me enseñaron mis padres, no sé entender el cariño si no es con abrazos y gestos de amor.
Soy egoísta porque te hago luchar para ser como yo, donde te obligo a quererme de la única manera en que mi pobre mente puede entender, que te comuniques conmigo utilizando mi lenguaje. ¡Qué tonto soy! Si fuese otra época, otro lugar, otra sociedad, posiblemente el normal serías tú y yo el del problema.
Mi tristeza, hijo, es porque me esfuerzo tanto en traerte a mi mundo que olvido compartir contigo esos tiempos maravillosos que gozábamos juntos antes de que te diagnosticaran como ¿especial?. Mi mayor tristeza es porque siempre me has amado, ¡lo sé!, te siento y en tu silencio tus ojos brillan al verme. Yo, en cambio, no he sabido amarte de la manera que tú me entiendas.
El mundo en que vivimos te cataloga como alguien que requiere atención y es por eso que deberás seguir luchando por ser ¿normal?, pero con el corazón en la mano te lo digo: Yo lucharé contigo y aprenderé a conocer tu mundo y disfrutarlo. Tus regresiones serán nuestra hora de recreo donde podamos jugar y gozarnos mutuamente, como siempre lo habíamos hecho.
Te amo, Javiercito. Estoy seguro que, en un futuro cercano, encontraremos el punto medio de nuestros dos mundos y aprenderemos cada quien a vivir lo mejor de cada uno.

Tu padre.

(Francisco Javier Garza Fernández; carta a su hijo autista)
miércoles, 10 de febrero de 2010 | By: Abril

Nunca es tarde


Siempre me he repetido esas palabras, con la convicción de que hay tiempo para todas las cosas. Pero no es cierto. Todo es un engaño. Las horas pasan y te quedas atrapada en la capacidad de un minuto, como si pudieras detener la rotación de la Tierra durante ese instante y descansar de las rutinas diarias.

Nada es cierto. Todo es mentira a los ojos de la Historia. Los fantasmas que nos acosaban son fruto de nuestros miedos infundados. El tiempo nos persigue sin tregua y esa es nuestra lucha: la vida a contrarreloj, para dejarlo todo preparado para el día en que la muerte venga a cogernos de la mano.

Eso es lo que tú tratabas de enseñarme, Amor nº 4, en nuestras charlas de café, y yo no llegué a entender nunca. Tú me hacías señales luminosas y yo no veía más allá de mi día a día. Y me olvidé de ti. Me olvidé de todo. Me olvidé de la risa que en otro tiempo las cosas más absurdas me provocaban. Me olvidé de saborear, de soñar, de respirar…

Una vez te dije: “no dejes que cambie nunca. Intentaré que las circunstancias no modifiquen mi forma de ver el mundo”. Pero el tiempo, una vez más, inexorable, ha hecho que ahora tenga un caleidoscopio desvirtuado por la madurez que entonces no tenía y que hoy mi realidad no se parezca ni por asomo a la de aquellos días de adolescencia convulsa.

Tú me dijiste que si alguna vez yo cambiaba mi forma de ver las cosas, estarías cerca para volver a guiarme por aquel camino que acordamos seguir de adultos. Pero tú no estás ya a mi lado. De aquello hace ya mucho tiempo. Te perdí la pista y no te dejé regresar a mi vida nunca.En realidad no nos enfadamos. Yo insistía en que eras un buen amigo. Tú, despechado, solías presumir sobre tus últimas conquistas para sembrar en mí la semilla de los celos que nunca sentí.

Recuerdo que me divertían tus historias rocambolescas sobre tu vida sexual con aquella estudiante de Arquitectura. Venías a contarme lo guapa que era y la forma tan maravillosa que tenía de diseñar hermosos castillos de arena, donde viviríais juntos; lástima que te dejara por un compañero de clase…De haberte salido bien aquella historia, ahora serías la mitad de una relación perfecta.

Tu excusa fue que ella te dejó. Sé que en realidad nunca llegaste a entregarle el corazón, porque, recuerda que tu corazón me lo regalaste a mí en una cajita de cristal aquel día que apareciste en mi casa con una rosa roja y una maleta enorme con la que pretendías instalarte en mi vida.

Lo cierto es que todo aquello queda ya muy lejano, Amor. De repente ambos crecimos y nos perdimos la pista y sin embargo, a pesar de que nunca sentí celos de tu perfecta historia con la estudiante de Arquitectura, aún espero que vengas a tomarte un café más conmigo, cumpliendo tu promesa, a decirme que sigo el camino equivocado y que además de consumir el tiempo en cosas necesarias debo reservar un momento para soñar de nuevo lo que en estos años he olvidado…

Por eso, Amor, dondequiera que estés, espero que seas feliz y que hayas encontrado una adorable constructora de sueños encantados.

(La Dama)
domingo, 7 de febrero de 2010 | By: Abril

Ultima carta de amor


"Te conocí, repentina,
en ese desgarramiento
brutal de tiniebla y luz."
(Pedro Salinas)

Nos encontramos como dos perros cubiertos de mataduras y pusimos exquisito cuidado en nuestras cartas para no lamernos las heridas el uno al otro. Y te amé incondicionalmente, como se ama una casa sin saber quién enciende sus luces, como se ama una montaña sin saber dónde terminan sus senderos, o una flor de la que sólo conocemos su fragancia. Me enamoré de ti, del sabor retraído de tu yo, de las alcobas de tu alma, de la noche de tu pelo llena de amaneceres fallidos, de la frágil arquitectura que sostiene tu hueso húmero y tus sueños. Te amé y cuando te tuve entre mis brazos me sentí como nunca querido, porque uno valora más lo que no tiene.

En ningún momento quise preguntarte por tu pasado, ni por tu marido, ni si pensabas que la gente que habías amado podía algún día regresar a tus entrañas. No quisimos pensar en eso, ni siquiera cuando nos quedábamos callados después de hacer el amor; tampoco hablábamos de mi compleja situación matrimonial. Era consciente que llegaba tarde, que llegábamos tarde, pero pensé que nuestro presente surgido del aire como un encantamiento lo impregnaría todo, que a partir de entonces olvidaríamos nuestras memorias como maletas guardadas en un puerto; que superaríamos hasta nuestra diferencia de edad, naciste el año que yo llegaba a España, en cierta forma aparecimos juntos en esta tierra. Lo sé, nada de eso tiene importancia, cuando las ilusiones se quiebran hay que sobrevivir de otra manera.

En el primer correo electrónico que me enviaste, donde me pedías los libros que yo había "colgado" en Internet, terminabas con una post data: "Gracias. Y por la risa también". Después he oído varias veces la misma expresión pero ninguna me sonó como cuando tú me la dijiste. La tuya me produjo inexplicablemente la sensación de que había escrito exclusivamente para ti, para que algún día llegaran secretamente mis libros a tu cama. Era como una respuesta presentida. Esa frase inició todos mis sentimientos posteriores, mi curiosidad y a la vez mi miedo a conocerte. Me sentí casi feliz al saber que mis vivencias habían hecho reír a esa niña que ya había dado "el paso odiado y escabroso de adolescente tardía a premenopáusica renegada" como posteriormente me dijiste en otra carta (nosotros nos escribíamos cartas por Internet, los e.mails eran los de los demás).

Así supe que existías, al pie de Sierra Nevada y la literatura, y fue la primera de las dos mil cartas que nos escribimos por las noches como dos niños garabateando luces con la caligrafía prestada de los dioses. Tal vez empezamos un juego solitario y peligroso, pero poco a poco el azar fue destapando una a una nuestras cartas y en cada una de ellas encontraba la esencia de tus pensamientos, a cualquier hora del día o de la noche. Para nosotros, jugar con aromas nocturnos fue jugar con fuego.

Estabas en el puerto cuando el barco se fue separando del muelle, me despediste pidiéndome silencio aunque ya llevábamos un tiempo casi sin escribirnos, sin vernos, sólo sintiéndonos.

Cuando el laureado escritor de estilo soporífero que fue pareja tuya durante unos años, escribió una novela haciéndote la canallada de confundirte con una burguesita caprichosa, empecé a comprender porqué quería tanto a esa niña que había llevado siempre el corazón incandescente, como la niña de la lámpara azul de un poeta modernista paisano mío. Cualquier episodio de tu vida justificaba todos tus insomnios y agorafobias posteriores, desde tu fracasado primer matrimonio la misma noche de la boda, hasta el desamor final en que vivías, pasando por tu aborto en Nueva York, tu fuga a Buenos Aires con un apuesto "aeronibelungo" que resultó siendo un psicópata, tus ilusionados romances con músicos y artistas. Fuiste la discreta compañera de hombres que se hicieron famosos después de abandonarlos tú, me dijiste una vez, (en eso creo que conmigo vas a fallar), a cambio te dejaron tus miedos y recelos, pero supongo que ninguno de ellos llegó a vislumbrar el hielo incandescente que alimenta tu llama azul.

Intenté aprender a quererte, narrándote mi vida paso a paso. Te conté de mis padres, de mis abuelos, de mis amigos y de mis noviazgos frustrados, de mis inquietudes y soledades, te hablé de la gente que quiero y de la mucha gente que detesto, te enseñé también un poco de mí. Te llevé a un bulevar íntimo y secreto, e inventé nanas para poblar tus insomnios, versos que brotaron desde la primera madrugada que pasamos juntos en la casa de tu mejor amiga, en la que amanecí en ti como en un feliz suicidio y renací detrás de tu horizonte, tú lo llamaste frontera. Nos habíamos amado desgarradamente, como si hubiera sido la primera o la última vez en la vida que lo hiciéramos.

Muchas otras madrugadas me he despertado sobresaltado tratando de averiguar qué fue lo que nos unió como dos nubes que se funden para después desvanecerse por esa ruta mágica que recorrimos en fulgurantes encuentros: Loja, Ríofrio, Granada, el Albaicín, Sevilla, Antequera, Fuentepiedra, Salobreña, Motril, varias veces más Granada, Alfacar, Víznar, Guadix (no, Guadix no), Cijuela, Santa Fe, La Cala del Moral, Málaga, Gibralfaro, para separarnos cuando más nos amábamos.

En Salobreña algo se nos rompió por dentro a pleno sol, guardas una foto que atestiguan las gaviotas, pero en Víznar nos besamos a favor del viento ¿ni una brizna con olor a tomillo, ni una gota de rocío te queda al borde del recuerdo de tantos y tantos besos? ¡Qué espantoso vendaval nos desmenuzó el alma a nosotros y sin embargo ha dejado incólumes a esos flamencos rosados de la laguna de Fuentepiedra!

Allí estuve yo loco por ti, con la violencia mansa del viento del sur que deshilachaba aquella bandera naranja de la playa y envolvía tu aliento transparente; esa tarde que no entendí nada, que nos paseamos temerariamente por el malecón al filo de la indiferencia, cuando lo que yo hubiera querido era envolverte como el viento, debajo de tu ropa. ¡Ah, nuestro amor tan "barato" que dijiste tú, que lo sentimos tan tenue como el musgo sobre las rocas que vimos mientras almorzábamos, ese día que te convertiste en una hermana no sé si mayor o menor y nos enarenamos mutuamente el alma creo que para no tener relaciones incestuosas! En el camino de vuelta nos cayeron encima farallones de oscuridad. Sin embargo, sabíamos que viajábamos queriéndonos.

En la Casa del Capitel Nazarí casi te rompes un dedo por mi culpa, quitándote tus botas de monja basketbolista. Me miraste sin dolor y hubiera querido quedarme en tus ojos para siempre, pero solo atiné a aferrarme torpemente a la cordillera nevada de tu cuerpo sin saber dónde ponía el corazón, las palabras o los labios. En cambio en la Hostería del Laurel nos mantuvimos abrazados como aguardando que durante esa noche se creara otra vez el universo y nos escapamos luego por el Callejón del Agua como si nada hubiera ocurrido.

El fallecimiento de tu padre sucedió el mismo día de primavera que un año antes yo te había declarado mi amor en el Albaicín. Hay fechas terribles capaces de soportar la alegría y la pena, con el mismo sol, el mismo aroma a jazmín. Los griegos relacionaron el amor con la muerte, yo me sentí parte de tu tragedia, me sentí culpable, culpable de quererte tanto. Comprendí que nada en el mundo tuviera importancia para ti en esos momentos. Hablamos por teléfono, te noté corroída por la pena, tengo aquí sus cenizas en una bolsa de deportes, me dijiste.

Me mantuve lejanamente a tu lado, no quise rasgar la bruma que te embargaba, esperaba a que salieras de tu dolor como quien abandona la soledad y empieza a recorrer de nuevo las estrellas y las voces. Deseaba que te apoyaras en mí, que te acercaras de puntillas, como siempre lo habías hecho a través de internet, para callarnos juntos en medio de la noche. Ingenuo de mí que pensaba que entre nosotros y la literatura podríamos llegar juntos a comprender algo del mundo. Pero tú preferiste retirarte a la quietud de tu melancolía, defendiste tu pena cristalina, no quisiste que me acercara ni siquiera por carta: fue un cambio súbito que me dejaba en una repentina y brutal oscuridad, que me caía como la puntual cachetada que recibe el niño que puso la cara esperando un beso. De ti estaba dispuesto a aceptar hasta el desamor, aunque no lo entendiera.

La única explicación que me di es que hubieras caído en una depresión y en ese caso no habría dejado de estar a tu lado aunque me odiases, te lo dije, pero tu actitud me convenció de que simplemente habías perdido la ilusión por las cosas que te rodeaban y por mí, era un mal menor que yo tenía que asumir, como quien contempla los charcos cuando baja la marea de un mar que se ha hecho pedazos contra el cielo en una pasión inútil.

Me dijiste que habías perdido tu capacidad para amar (que yo sabía que era inmensa), me decías no poder responder a mis sentimientos y me pediste silencio. Aunque suelo perder todo interés por las personas que me dejan de querer, contigo seguí bebiendo la oquedad de ese cántaro vacío, el eco de tu amor, y como una Sherezade masculina, continué trasmutando mi emoción en frases, enviándote algunas como bengalas desde un faro hundido y apagando otras dentro de mí mismo. Quería evitar la partida de ese barco que nos amenazó con una ola de pena en cada una de nuestras despedidas. Al fin comprendí la inutilidad de mis palabras, tu tristeza había desbordado nuestro amor, esa zeta tristísima que yo no sé pronunciar había borrado el alfabeto secreto que nos habíamos inventando. Con la muerte de tu padre te quedabas sin corazón, y al mismo tiempo destrozabas el mío.

Nunca pude imaginar que esa voz delgada que oi la primera vez que hablamos por teléfono me iba a quitar el sueño de tantas noches. Llegué a tener la impresión que una impremeditada venganza tuya contra todo lo que te había herido en la vida, recaía sobre mi de golpe como un alud de nieve, me convertías sin quererlo en el angustiado protagonista de uno de tus relatos; aunque habíamos tomado todas las precauciones para no hacernos daño. ¡Por qué entonces se abrió ese barranco de dolor que te separó de mi lado cuando te quería tanto!

Anduvimos dos años de nuestras vidas pendientes el uno del otro, desde que nos conocimos en Riofrío, ese dia que llevabas el pelo suelto y hacía aire y me preguntaste entre los árboles si creía que era posible la felicidad. Sentí como si me hubieras roto una ventana del alma. En cambio la tarde que nos metimos azorados en un hotel de Santa Fe estuviste distante, sólo quisiste que habláramos, yo vestido sobre la cama, agobiado por mi ridícula claustrofobia inguinal y tú boca abajo dominando una playa de edredones, con ese arte tuyo de extender el agua hasta el borde mismo de mis acantilados. Pusiste la música que habías traído y te negaste a que me convirtiera en mar. Hablamos de ese don Juan castrado que fue Borges y de la repulsión que sentía Gide a mezclar el amor con el sexo en sus relaciones homosexuales, para no tener que hablar de nosotros. Unicamente mencionaste a Isabel, un nombre que se ha cruzado en tu destino varias veces, me dijiste. ¿Eran celos? ¿Actuabas así conmigo por despecho? ¿No podías imaginar que mi vida se había desarrollado hasta entonces con el único objetivo de llegar a ti?

Solo nos dimos un beso largo a la salida. Ese día no te pude comprender, me consumí en una tristeza superior a la alegría de haber conocido a esa niña soñadora que le gustaba volar y que me sobrecogía cuando exclamaba expresiones tan perversas como "¡un polvo se le echa a un pobre!", para restarle importancia al sexo.

Al día siguiente de la primera vez que hicimos el amor, la primera noche que te sentí como un pañuelo de seda, me escribiste que habías amanecido como una rosa. Yo estaba eufórico, pero lejos de ti, la fugacidad de nuestras citas nunca nos dio la oportunidad de comprobarlo mirándonos a los ojos, y de volvernos a amar con sosiego a la hora que se apagan las farolas. Después de estar contigo regresaba internándome en una oscuridad de doscientos cuarenta kilómetros de celos, de saber que esa noche y las siguientes amanecerías en una cama distinta a la mía. Más tarde me dirías que mi amor te lastimaba. ¡Qué dios mezquino nos iba a prohibir desearnos!

Sería terrible haber tenido dos concepciones distintas del amor. A mí me es imposible comprender que no venga pleno como una ola ávida de costa. El amor intangible me produce la misma angustia que los móviles de Calder, yo necesitaba vaciarme sobre la playa de tu alma para saber que existo y que te quiero. Tenía sólo mis manos, mis labios, para abarcar la cintura de tu espíritu, para bañarme en la fuente desnuda de tu cuerpo y no sé si lo hacía torpemente. Cuando nos separábamos, no podía dejar de pensar en ti, continuaba con el ansia de tu amor, nada me saciaba. Para ti mis despedidas eran ásperas, y probablemente lo que notabas era mi inquietud por no haber logrado expresarte plenamente mis sentimientos.

Tal vez un psicoanalista reduciría la causa a no haber recibido suficiente afecto en mi infancia, seguramente me abrazaron poco de niño: mi padre con su débil entereza de chico huérfano de entreguerras, mi madre tan liviana, dedicada por entero a él, con el que hablaba en francés por delicadeza sin que yo pudiera entenderla. Es probable, aunque sabes que no me fío de la psicología (ni de los psiquiatras), pero lo cierto es que tenía tanta necesidad de ti, de que me dejaras ahogarme en las calas ocultas de tu cuerpo, que cuando regresaba después de que se frustrara esa tarde de invierno que preparé, que preparamos, para pasarla junto al fuego en una cueva de Guadix, tuve la tentación de detenerme en un sórdido club de carretera para quemar mi amor sin ti, sin fuego, casi en solitario, y tal vez quedarme allí alimentando tu recuerdo durante toda la vida.

Luego estuvimos diez días sin escribirnos y cuando nos volvimos a ver en Gibralfaro en esa alta terraza con Málaga entera alrededor de tu cuello y un cielo pletórico de agua besándote en la boca, retiré la lluvia de tus párpados y a ti no te gustó que disimulara el sufrimiento pasado, "eso no es así" me dijiste como una niña negando con el dedo; en cambio esta vez sí lo reconozco, sin tus cartas siento como si me hubiesen descuartizado. Tengo la sensación de haberme quedado ciego y sordo, no te encuentro en las auroras fugaces que estallan en el cristal líquido de mi pantalla, no llega el magnetismo de tus mensajes a mi teléfono móvil, releo siempre el último: "Estoy enamorada", y siento un escalofrío.

Regresamos de un viaje maravilloso, en el que nos internamos por los senderos más secretos, pero terminaste haciéndome más daño del que tú supones, del que tú querías. Me lo diste todo y me lo has quitado todo cuando estaba aprendiendo a quererte de la única manera que se te puede amar a ti, profunda y desesperanzadamente. ¿Tan ingrato fui para que me condenaras a vivir solamente espiando "el paso leve de Christine" a través de las rendijas de internet?

En las últimas cartas que nos cruzamos me trataste de explicar la tristeza que estaba destruyendo tus sentimientos, como un terremoto de hielo, en lo más hondo. En ese momento no podía llegar a entenderte, sufría "la ceguera azul de los que vuelven de alta mar"(2). Posteriormente, con lo que me quedaba de corazón, releí mil veces lo que me decías, fue inútil, no creo que podamos añadir ya nada, allí estaba toda tu pena y todo mi amor.

Probablemente tengas razón. Tú y yo viajamos con todo encima y por eso somos tan complicados. En tus momentos difíciles yo no podía pretender protegerte de las estrellas más que la sábana con la que cubres tu cuerpo desnudo en las noches de verano. Tampoco podía quedarme callado como tú me pedías, ni permanecer como simples amigos. Para mí el amor es fascinación, sensualidad, deseo, exageración, locura, todo lo que tú me producías, en cambio la amistad exige únicamente afecto y fidelidad. A ti, con más razón que a nadie, después de haber sido la pasajera más querida de mi vida no puedo cambiarte de lugar. Aunque ahora, sin amarras, libre de tu amor, me sienta más que nunca prisionero.

Este será el primer barco de la historia que como una muralla de la Alhambra zarpe de tierra adentro. Tendrá que ir quebrando los campos hasta llegar al mar. Será una de sus travesías más difíciles, si no termina en un naufragio duro, entre roquedales y monte.

Mis palabras se quedarán en el puerto como tus libros en mis estanterías, con versos dulces soñando a la deriva, pero seguiré sintiendo tu presencia como cuando tu amor aún rozaba mi piel.

(Leopoldo de Trazegnies Granda)
sábado, 6 de febrero de 2010 | By: Abril

La noche que salí contigo


Me falta el aliento cada vez que cortan tus ojos los aires del alba.
¿Recuerdas?

La noche se volvió caballo y cabalgamos el alba sobre sus lomos.
La cerveza y nuestra sangre, las luces, la música, tus ojos, tus ojos.
Fuimos uno aunque nadie pudiera entenderlo. Nos faltó el tiempo y un millón de cafés con gotas, nos faltaron palabras, más chistes, más carcajadas, más reproches, más enfados, más
perdones y todo, todo lo juntamos en aquella noche.

Tu te liabas los porros con una sola mano, a mí me llegaba con olerte. Una rubia sideral te subía por la espalda pero tus ojos le decían que esa noche ya tenías rubia. Nos perdimos en el humo y en los ritmos, nos deshicimos en el olor del tabaco y volvimos a reunirnos sobre las aceras. La música sonaba dentro, percutiendo en la piel, como para grabarse en la memoria. Alguien que llevaba un cóctel en el agua de los ojos nos propuso un trío. Casi nos parten la cara porque no pudimos evitar el ataque de risa. Ya sabes, en momentos así, no puedo aguantarme la ironía, supongo que fue eso y tu forma de mirar lo que me hizo correr de tu mano y ser perros callejeros. Nos lo bebimos todo, hasta el vapor que exudaban las paredes, todavía me queda alguna "china", que no es mía, en el bolso que llevaba aquel día. Aquella noche reunimos todas las risas. Aquella noche hicimos esperar la madrugada.

Subimos la escalera como si fuera la primera vez que coronáramos la azotea, a hurtadillas. Nunca entendí de dónde sacaste esa pericia para abrir puertas.
Madrid amanecía como siempre, con su gorra ladeada y volutas de humo sobre las terrazas, aunque Madrid ha tenido siempre una luz imprescindible, un brillo inexorable que me hace recordar la sonrisa de lo inhóspito, la ternura que se esconde en lo rebelde, la curiosidad que se extiende en lo incomprensible, porque Madrid ha sido para mí una incógnita siempre, como tú, que te muestras y te escondes al mismo tiempo igual que un enigma sin resolver.

Me hablabas de Australia y solo nos quedaban dos pitillos, yo te sabía trastornado. El sol asomaba lánguido por los tejados, sin hambre. El ruido de los motores acudía "in crescendo" a ese lugar inconsciente del oído. Un pajarito cantó algo tímidamente y
yo dije que cantaba un gorrión, pero tu dijiste que no, que era un mirlo y no me atreví a llevarle la contraria al señor de los pájaros. Porque tu siempre quisiste ser pájaro.

Te levantaste y ejerciste el suspiro más creíble que haya escuchado jamás y con toda la determinación del mundo me dijiste:

-Voy a ser feliz

Por alguna razón que nunca llegaré a comprender, quizá la fuerza con que lo dijiste, quizá el resplandor en tu mirada, no lo sé, te creí, a veces aún lo creo. Pero aún así no pude
resistirme a la necesidad de responderte:

-Yo voy a ser.

Tu risa se perdió por los ribetes de Madrid, inflando los oxígenos de un aire nuevo, distinto, dándole una esperanza a la ciudad, entregándote a tus resoluciones con la alegría de un loco, y a mí me hizo feliz sentir tu risa por dentro, como un escalofrío, como un presentimiento.

Luego ya sabes, la vuelta a casa, unos consejos para la resaca, los celos de la princesa y ese par de besos que siempre nos damos sin ganas, quizá porque tú y yo no nos hemos besado bien nunca, sin la abnegación y la entrega, que yo al menos, le supongo a los besos,
sin ese consumirse o acabarse en una piel para llegar más adentro, a las fronteras del alma.

Reírnos. Eso sí lo hemos hecho bien siempre, el uno en el otro, sin distracciones, sin confusiones, sabiéndonos, sin importarnos nada más que el contagio y la magia.

Antes de que te plegaras detrás de la puerta de la habitación pude oírte, tu no lo sabes, porque a veces yo te oigo cuando tu hablas para mí, aunque solo lo digas para ti mismo. Lo dijiste en voz baja, como un susurro construido para eso, para hacerse tenue, blando, y aquellas cuatro palabras penetraron en mí como la fibrade una certeza, porque si hay algo que sé, es te pusieron en la tierra para que me dolieras como un tiro en la cabeza, como un
silencio sostenido en las palabras del mundo, como una herida crónica.

Casi estaba cerrada la puerta cuando tus labios se pronunciaron:

-Voy a echarte de menos.

(Para el canalla al que le gustan los pájaros)



(Laura Aracil)
miércoles, 3 de febrero de 2010 | By: Abril

Querido pitillo


Querido pitillo:
Ya estás marcado, querido pitillo. Eres la Letra Escarlata del siglo XXI; o si lo prefieres, tan a la sazón en estos días, la mismísima lepra de Ben-Hur con caracteres de actualidad. ¡Con lo que has hecho tú por los tímidos, los párvulos, los cariacontecidos..., y así te tratan!
Contigo desaparece el gran amigo de los silencios, el permanente coleguita que descosía encuentros trufados de frialdad, el truhán que brincaba de labio en labio aureolando el ambiente en una embriagadora neblina de algodones flotantes y nubes bajas. Eras el gran intermediario, el correveidile, el alcahuete de las causas imposibles: la careta perfecta en una tarde grisácea de Carnaval.
Cuando era joven –vamos, un poco más que ahora- y alguna chavala deshacía las esclusas de mi parquedad incitándome a acudir al despeñadero de las sin-vergüenzas, me pertrechaba de bastantes como tú a fin de acortar unas distancias que se me hacía infinitas. “¿Quieres uno?”, era la pregunta que antecedía a cualquier otro formulismo. “Sí, gracias”, mmmm... La joven atrapaba entre sus mórbidos labios tu delgado cuerpecillo y expelía con delectación lo que siempre quise que fuera un aroma compartido. El camino se alisaba gracias a tu aleteo en sus labios, mientras yo te imaginaba recorrer los intersticios de aquella boca oceánica a mi fantasía. Después, entre el incipiente mareíllo de tus primeras bocanadas en aquellas sufridas horas de rebeldía, le esgrimía la original pregunta de niño torpe y asustado: “estudias o trabajas”. Entonces se iba... Pero bueno, querido pitillo, era tan bonito ver sus labios entornados expeler humos mientras mis sentidos absorbían sus efectos “erotizantes”... Impagable momento. ¿Que luego me dejaba con tres palmos de narices?, eso era ya lo de menos, te lo aseguro, pues aquel instante de quietud embriagadora, de fogonazo íntimo, de paroxismo instantáneo, compensaba todo descrédito posterior.
Te agradezco tus confidencias, tus silencios, tus ayudas..., querido pitillo.
Tu final se apresta en esta sociedad de parlanchines y de modas fundamentalistas.
Ni París nos quedará como consuelo... (hasta las películas mentían).
Adiós, querido pitillo. Ahora sólo te sentiré en la clandestinidad de una vela a media luz, antes de que un sutil calambre de aire la apague definitivamente.

(Claudio Rizo)
lunes, 1 de febrero de 2010 | By: Abril

El día en que perdí la voz


Querido Miguel:

Le he dado mil vueltas a este inicio de carta y todas mis vueltas acaban en el mismo sitio: la papelera. Nunca he sabido contarte cómo me he sentido en estos años a tu lado. Lo cierto es que cuando tienes la voz apagada y el ánimo disperso, y además vives a la sombra de alguien como tú, con tu físico de galán latino, tu saber estar y tu vasta cultura, hablar contigo no resulta fácil. Y mira que lo intenté y volvía intentarlo una y otra vez durante todos estos años que he vivido contigo…
Y así fue pasando el tiempo; tú siempre tan dispuesto a comerte el mundo, tan confiado de tus logros y de tu valía, tan orgulloso de tus proyectos y tan seguro de ti mismo en cada gesto, en cada palabra…Yo, en cambio, fui poco a poco perdiendo la poca voz que heredé de mis padres, y un día, sin saber cómo acabé perdiéndola definitivamente. Dejé de hablar una tarde y tú ni siquiera te diste cuenta hasta el tercer día…Yo no dije nada, no podía, pero tampoco tenía nada que decir. Al parecer, según los especialistas que me vieron, eso es algo muy habitual entre las personas que crecen a la sombra de otras. Y eso es exactamente lo que me pasó a mí. Me convertí en una "mujer-hongo" el mismo instante en que te conocí. Te admiraba tanto que no quería interrumpirte cuando dabas aquellas charlas tan brillantes en medio de auditorios cada vez más abarrotados de seguidores. Yo te envidiaba y me sentía extrañamente partícipe de aquel éxito tuyo. Más tarde comprendería que tu éxito no tenía dos dueños. Y yo, ingenua de mí, pensaba que sí…
Al principio intenté seguirte en esta carrera, porque creía que me necesitabas a tu lado; pero pronto me di cuenta de que nunca has necesitado a nadie. Por eso un día dejé de correr, porque no podía seguir tu ritmo y porque, cuando me miraba en los espejos dejaba de reconocerme…
Coincidió con que noté que tú habías dejado de escucharme. Por eso, cuando llegó el día en que perdí la voz, tú no te diste cuenta hasta pasado algún tiempo. Empezó entonces mi recorrido por todas las consultas de logopedas, otorrinos y psicólogos de la ciudad y después del país. Ninguno encontraba una explicación lógica a lo que le había pasado a mi voz. Hasta que un día, cansada de que fueras mi interlocutor delante de la gente, pronuncié las últimas palabras que escuchaste de mis labios: “Querido Miguel: No hablaba porque no tenía nada que decirte. Pero en este momento esas palabras han llegado a mi boca como una inspiración. Te dejo. Me he cansado de vivir a tu sombra. Quiero volver a reconocerme en los espejos y si te tengo delante no podré verme en ellos. Tú nunca me has necesitado a tu lado. Si acaso sólo para apoyarte en mi baja autoestima. Por eso hoy he decido hablar para decirte: adiós y hasta siempre…”
Por primera vez, permaneciste callado escuchándome. Lástima que tu silencio llegara demasiado tarde.

(La Dama)

Asado de ternera


Tengo reservada para ti, guapa, una tapilla", así me decías nada más acercarme al cristal del mostrador. Entrabas en la cámara frigorífica y volvías con la carne, roja y brillante, como si acabaran de matar al animal. La soltabas sobre la bandeja, tecleabas el código y aparecía el precio en la ventanita.

Demasiado cara para mi bolsillo, pero yo prefería ahorrar en tomates y jamón, antes que renunciar a la tapilla. "¿Cómo la quieres, guapa?", preguntabas mientras la recorrías con la mano como si la acariciaras. Y sin esperar mi contestación, porque tú la sabías de otras veces, afilabas el cuchillo y la ibas limpiando. Yo te dejaba hacer sin hablar, no fueras a cortarte; y tú encogías los dedos de la mano izquierda, presentando los nudillos al filo del acero. Agarrabas el mango del cuchillo con la otra mano y lo movías con precisión para no llevarte ni un gramo de carne. Sólo la piel y la grasa. Me gustaba verte trabajar para mí con tanto mimo. "¿Te la meto en la malla, guapa?", preguntabas guiñándome un ojo. Y yo me ponía roja. "No, que encoge", te decía. Y tú: "¡Cuánto sabes, guapa! ¿Y cómo la preparas?". Entonces yo volvía a darte la receta: "Sal; unas vueltas en el aceite de oliva, hasta que se dore; una cebolla en aros; orégano; un vaso de vino blanco, y veinte minutos en la olla. Luego enfriar y cortar en filetes". "¡Qué bien lo haces, guapa! Tu marido debe de estar muy satisfecho", decías. Pero no, a mi marido le daba igual. "Algunos no saben apreciar lo que tienen en casa. Toma, guapa". Al entregarme la carne envuelta, nuestras manos se tocaban. Tú tardabas unos segundos en retirar la tuya y a mí se me aflojaban las piernas y tenía que hacer un esfuerzo para moverme de allí. Pasaba por la frutería a por las naranjas y los tomates baratos, luego por la charcutería a comprar la mortadela de aceitunas y el chorizo de guisar, y por último a la pescadería a por los chicharros y las sardinas. Cuando ya no tenía nada que comprar, remoloneaba un poco entre los puestos, haciendo como si mirase la mercancía, y después, a mi pesar, volvía a casa.

Agustín llegaba del trabajo y todo eran quejas. Que si estoy agotado, que si vaya vida, siempre trabajando, que si a ver si preparas pronto la cena para irme a dormir. A mí ni preguntarme qué tal me había ido. Luego se quedaba transpuesto en el sillón mientras yo ponía el vídeo con la película de Hilda y lloraba un poco, a lo tonto, con aquella bofetada del protagonista a su chica. A veces Agustín se iba a la cama antes de que terminase y cuando yo entraba en la habitación, él ya estaba roncando. Otras, las menos, se espabilaba un poco y nada más meternos entre las sábanas, se me ponía encima con esa respiración de asmático que tanto odiaba. Yo cerraba los ojos y eras tú el que me abrazaba, y eran tus manos las que subían por mi espalda y se enredaban en mi pelo, pero más suave, porque Agustín, más que acariciar, restregaba y daba tirones. Luego él se retiraba de golpe y se daba la vuelta con un buenas noches, como si nada, dejándome a dos velas y sin sueño. Antes de que tus piropos, tus guiños y tus miradas, me animaran a vestirme con mi mejor falda y mi mejor jersey; antes de que aguantara el suplicio de los tacones; antes de que me pusiera la raya negra en los ojos y el carmín en los labios; antes de que tú me dijeras tengo reservada para ti, guapa, una tapilla , yo lloraba en silencio hasta que el sueño me rendía. Pero fue conocerte, y pasar la noche soñando con que eras tú el que dormía a mi lado. Y no me dabas la espalda. Me abrazabas y me decías esas cosas tan bonitas que sabes decir. Yo volvía a la mañana siguiente al mercado, bien arreglada para ti, con el carrito de la compra, aunque muchos días no tenía nada que comprar y sólo lo paseaba de un lado a otro mientras te miraba, y tú a mí, por el rabillo del ojo. A veces me gritabas: "¿Hoy no me quieres, guapa?". Y yo que no, que tengo carne en el frigorífico, que mañana.

"Algunos hombres no saben apreciar lo que tienen. ¡Ay si no fuera porque estás casada!", dijiste el viernes antes de darme la tapilla. Y yo sentí más que nunca tener que dejarte detrás del mostrador para volver a casa. Se me hizo insoportable la sola presencia de Agustín. Se me hizo insoportable no poder verte durante el fin de semana. El mercado tenía echado el cierre y yo paseé por la acera, arriba y abajo, taconeando con rabia, como un animal al que le niegan la comida. Porque tú me alimentabas con tus guiños y tus piropos y esa manera de decir: "Tengo reservada para ti, guapa, una tapilla". El sábado se hizo interminable, a pesar de Hilda y de mis paseos. El domingo fue menos cruel. Cada minuto que avanzaba en la esfera del reloj, era uno menos para volver a verte. Un alivio mirar por la ventana y ver el sol desaparecer detrás de los edificios. Esperé en un duermevela a que la noche se consumiera, con Agustín al lado, roncando y diciendo palabras sin sentido. Lo movía un poco y él: "¿Qué pasa?". "¡Qué va a pasar!, que roncas". Se daba la vuelta y en seguida otra vez. No soportaba su sueño de cavernícola, no soportaba su despertar con el aliento a saliva rancia. Lo estuve mirando mientras se afeitaba, con los cordones del pijama colgando debajo de la tripa, y sus brazos fofos y velludos saliendo de la camiseta de tirantes. Me dio como un mareo, una náusea seca, de esas tan malas porque no tienes nada que echar. Pero yo si tenía algo que echar aunque no era comida. Me puse mi mejor vestido, ese azul que dijiste que te gustaba tanto, y unos zapatos de tacón muy alto. Pasé mucho tiempo delante del espejo cubriendo con una capa de maquillaje las bolsas de los ojos de tan poco y mal dormir; di color a mis mejillas sin jugo; pinté mis labios de rojo pasión, y me fui al mercado sin carrito. Me acerqué al mostrador, y antes de que tú hablaras, te dije: "Voy a dejar a mi marido". Te quedaste callado y miraste a un lado y a otro como si buscaras algo, luego dijiste que lo sentías mucho y yo me quedé frente a una paletilla de cordero, un pollo y un conejo, sin poder esconderme. Luego, me preguntaste muy serio qué quería, y yo te contesté sujetando el llanto: "¡Qué voy a querer! La tapilla".

(Lola Sanabria. Carta ganadora del VII Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor)