domingo, 22 de febrero de 2009 | By: Abril

Recuerdos en un cartel


Esta mañana me he dado cuenta de que no recordabas mi nombre. Lo he visto en tus ojos azules, mi princesa, cuando he entrado en la cocina, aún en pijama, adormilado, y te he has girado hacia mí con el paquete abierto de café en una mano y una cuchara en la otra, dándome los buenos días.

Durante apenas un segundo se te ha congelado la sonrisa, pero enseguida has fingido reconocerme y has seguido con lo tuyo, como si tal cosa. Yo me he vuelto al dormitorio y he abierto el tercer cajón de la cómoda. He tomado el cartel de cartulina roja, el que lleva mi nombre dibujado en mayúsculas de trazo grueso, y me lo colgado al cuello. Después, sentados a la mesa, cuando me has pasado el azúcar, has mirado mi cartel y he notado que te relajabas. “¿Te apetece una tostada, Miguel?”, has preguntado, haciendo hincapié en la pronunciación de mi nombre, para que yo viera que sí, que lo sabes, aunque algunos días no puedas recordarlo sola.

Los médicos dijeron que el desarrollo sería progresivo, muy lento y de hecho, hay días que aún son buenos, incluso parecen normales. Y en esos días soy yo el que se olvida de esta pesadilla en la que estamos inmersos los dos, desde hace casi tres años, envueltos en esta penumbra, en esta bruma que no te deja mirar atrás, mi princesa, que te esconde adrede nuestro pasado y nuestro presente, nuestros buenos y malos momentos, nuestros sentimientos y hasta nuestros sueños. Pero en medio de esta niebla, he de mostrarme tranquilo, sosegado, sereno. Ser metódico y mantener tu entorno claro y ordenado, exento de imprevistos y alteraciones que puedan perturbarte. Por eso, todo lo que hacemos cada día sigue una rutina y por eso, también, he marcado cada rincón de la casa con pequeñas etiquetas de colores que muestran mensajes diversos: “Azúcar”. “Armario para vasos”. “Sopa = cuchara”. “Calcetines”. “Te amo, Celia”, por todas partes, “Te amo”.

Acabas tu desayuno y te levantas sin decir nada. Cruzas el pasillo decidida y te veo desaparecer tras la puerta cerrada del baño. No debo atosigarte, así que pongo los vasos en el fregadero, recojo a toda prisa las migas de la mesa y te espero impaciente, sentado en el sofá de la sala. Hago como que leo el periódico, dejo que las gafas de cerca se escurran hasta la punta de mi nariz y permanezco atento a cualquier ruido extraño, a cualquier golpe o a cualquier llamada, para correr en tu busca, a rescatarte, mi princesa. Cuando sales, han transcurrido veinte minutos que a mí me han parecido eternos. Te has cardado el pelo como uno de esos punkis que tanta gracia te hacían. Has pintado de carmín rojo tus labios, y también las comisuras, y te has perfilado los ojos con lápiz negro, embadurnándote los bordes como un payaso que estuvo llorando antes de su gran espectáculo. Has confundido la laca de uñas con el frasco de perfume, y por tu cuello se deslizan dos hilillos plateados. “¿Estoy guapa?”, preguntas. Y yo sonrío, o trato de hacerlo, y te contesto que claro, que tú siempre estás guapa, y me vuelvo contigo al baño para convencerte de que es la hora de la ducha. “Ay no papá, papaíto, que aún no es domingo”, replicas lloriqueando y pataleas flojito en el suelo. “No quiero ducharme, no quiero”. Pero te dejas hacer y voy quitándote la ropa mientras canturreas una canción de cuna, aquélla que le cantabas cada noche a nuestra Ana para que por fin cogiera el sueño. Contemplas fascinada la espuma que resbala por tu cuerpo desnudo, tan frágil, y chapoteas y me salpicas y todo termina convertido en una gran piscina. Y yo termino empapado también. Empapado y agotado a las diez de esta mañana en la que no recuerdas mi nombre. Te envuelvo en una toalla y al momento la arrojas al suelo y sales corriendo hacia el cuarto. Abres el armario y lo revuelves todo hasta encontrar un vestido floreado, liviano, de vuelo y sin mangas. Recuerdo habértelo visto en alguna noche de verbena. “Es diciembre, mi cielo, hace frío”, te digo. Pero no hay forma. Te enfadas y me gritas. Me empujas con una fuerza que no sabía que tenías. “¡Suéltame! ¡Qué me sueltes!”, y tiras con fuerza del vestido, y la delicada tela se rasga, pero da lo mismo, te lo pones, con zapatos de tacón, muy altos, como siempre te gustaron. ”Ya estoy lista”. Me sonríes, coqueta, y te sonrojas, como la primera vez que te lancé un piropo a verte pasear con tus amigas por el Parque Grande. “Guapa”, te digo, y te guiño un ojo, como entones.

En el grupo de apoyo nos explican siempre la importancia de ir en busca de recuerdos, así que hoy, como cada día, dedicamos horas a mirar fotos, los dos juntos, sentados sobre el sofá, rodeados de álbumes viejos y cajas de lata. Asientes y sonríes mientras traigo hacia ti, poco a poco, los momentos bellos que encierran esas imágenes inmóviles. Y de pronto empiezas a hablar, a relatar las historias que quedaron plasmadas en el papel fotográfico y hasta me cuentas detalles que yo ya había olvidado. Te miro y vuelves a ser mi Celia, mi amor, mi niña... mi princesa. Me abrazas y te abrazo. Y permanecemos así, arropados con tu manta favorita, apoyada tu cabeza en mi hombro, hasta que de pronto te incorporas y me contemplas muy seria. “No debe abrazarme así, caballero. Estoy casada”. Te separas de mí y me invitas a marcharme. Yo obedezco, sumiso, por no contrariarte, y te dejo viendo la tele, ensimismada, murmurando palabras que solamente tú comprendes, mientras voy a la cocina a preparar el almuerzo. Hoy, tu plato favorito. Lasaña de atún casera. “Vamos a comer, mi vida”, te digo al cabo del rato. Paso un brazo por encima de tus hombros, te ayudo a levantarte y dirijo tus pasos hacia la mesa, vestida con tu mantel preferido y las servilletas de hilo que bordabas por las tardes. “Te he preparado lasaña, ¿ves?”. Cruzas los brazos delante del pecho y pones morritos. “No me gusta la lasaña”. Y yo: “Claro que sí, mi amor. Si la adoras”. Pero te niegas a probarla, te tapas la boca con las dos manos y sacudes la cabeza. Intento convencerte y le das un manotazo al plato. La lasaña se desbarata y la mezcla de bechamel, atún y tomate cae sobre tu regazo y se esparce por el suelo. Me miras, horrorizada. “Lo siento, Miguel. Lo siento”. Tiemblas y se te llenan los ojos de lágrimas, y los míos se inundan también, porque esta vez no ha ocurrido, no has mirado mi cartel. Esta vez, mi princesa, has recordado mi nombre.

(Susana Corroto)

Nota: Carta finalista del VIII Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor
miércoles, 18 de febrero de 2009 | By: Abril

Era eso


La dulzura como incondicional aire penetraba los poros de mi ser. Las inquietantes lenguas de tu fuego inmortalizaban mis venas, las secaban y dilataban. Todo en mi forma cambiaba, con el roce de tu esencia. Era eso o nada, y la nada ya no estaba presente. Era huirte o encontrarte, era formarme o desvanecerme.
Partir hacia tu forma era el único hacer que concebía. Partir y no volver, ir de la nada hacia todo lo posible, inimaginable, intensamente prometedor. Cargar mi cuerpo con tus imágenes y hallarte lejos, a la vuelta de mi mundo. Eran metros eternos, era patear el aire, cortarlo, hacerlo sangrar y esperar concluir el paso hacia vos. Arrastrar el peso de una humanidad cargada de fantasmas esféricos, lisos y gruesos. Eran solo metros eternos.
Estabas ahí con tu luz mostrándome infinitas entradas, pero ninguna salida. Inmutable como la más hambrienta de las cobras, enroscada en el calor de tu sexo, en el germinante espacio de tu sangre. Viva, solo viva y yo, a eternos y escasos metros de vos.
El aire viciado de espeso sudor tibio y vital, rodeaba la habitación, y yo a centímetros de tus pies, eternos centímetros. Y la lupa, mis ojos, detallaban tu piel. El imán, mis dedos, tendía hacia tu cuerpo. Era todo o nada, era morir y renacer o era solo morir. Era dejar al espacio inmenso e incontrolado, y al tiempo perpetuo e insatisfecho, o fugar mi ser hacia el tuyo, amalgamarlo en tu forma. Era perpetuar por un instante el momento de la dualidad hecha esencia de una sola cosa. Era solo el perdurable instante del instinto más rebelde, el instante de vaciar la mente y llenar el alma.
Y mis manos tocaron tu rostro, y tu rostro toco mis dedos, y mis dedos y tu rostro, solo eso. Cinco dedos que bajaban hacia tu cuello, cinco dedos que no paraban de deslizarse, de inquietar, de temblar. Cinco dedos que se convertían en una mano, en un brazo, en metros de piel, en todo, era todo eso en vos. Era yo, eras vos.

(Hernán Rodrigo Martínez Hazzán)
viernes, 13 de febrero de 2009 | By: Abril

Un banco en el andén


Allí estaba, sentado en el banco, balanceando mis cortas piernas, sin poder llegar al suelo, y mirando los zapatitos de charol con el nudo marinero que al salir de casa me había hecho mi madre con tanto cariño. La raya en el pelo, el trajecito de alpaca con los pantalones cortos, y la corbata que me había regalado la abuela para la ocasión… y el corazón; mi pequeño corazón que parecía latir cada vez más deprisa.

Pocos minutos antes, esos zapatitos habían pisado por primera vez una estación, y mi sueño de tantas y tantas noches estaba a punto de cumplirse. Era un niño, allí agarrado a la mano de mi madre, pero en mi cabeza se sucedían grandes aventuras; las mismas que mi padre me contaba noche tras noche sentado a la cabecera de mi cama. Y así, el sueño me vencía al compás de las bielas del tren, mientras una sucesión de estaciones entrañables, Alora, Bobadilla, La Roda, pasaban ante mis ojos entrecerrados.

Y es que desde muy pequeño mi padre me había sabido inculcar su pasión por los trenes. El mismo llevaba trabajando en la estación 22 años, y ahora, por fin, hacía mi primer viaje. Sería toda una noche sintiendo, vibrando, disfrutando, y seguramente sin dormir, en el Costa del Sol, hasta llegar a la estación de Atocha, allá, en la lejana Madrid. Y mientras mi padre hablaba con sus compañeros en las taquillas, mi madre, siempre atenta a nosotros, no paraba de darnos atenciones, enseñándonos las máquinas; señalándonos el continuo tráfico de gente; tan pronto sacando un sandwich de nocilla de la cestita de viandas que había preparado como permitiéndome chupar del mismo tubo de leche condensada La Lechera, cosa inaudita por cierto, porque nunca me lo permitía.


Y allí, desde aquel banco, mi banco, yo absorbía cada información; miraba ávido al chico que vendía a gritos la primera edición del periódico del día con su gorrilla, su pantalón corto y sus calcetines blancos; o a la estanquera que ofrecía a todo el que se la cruzaba la clásica cajetilla de Goya; o al revisor con su sempiterna gorra roja dando entrada a los trenes a toques de silbatos, mientras la estación se llenaba del humo negro que salía por la chimenea procedente de las calderas de vapor. Y así, mientras todo mi ser se impregnaba de aquel olor a antiguo de la estación, mi mirada ansiosa se dirigía una y otra vez al gran reloj de la estación con cada sonido hueco y decidido que se producía al avanzar el minutero: clanc, clanc, clanc… hasta que al fin, pude oir al jefe de estación dar el aviso: “Señores Pasajeros, al trennn”… y rápido, como si el tren se fuera a ir sin mí, enfilé el andén principal, dejando a mis padres atrás, para poner mi pequeño pie en el primer escalón del vagón, y mirar atrás…Y aquí me encuentro, ahora, en la misma estación, en el mismo banco, mi banco; el que tantas y tantas veces me ha servido para descansar en cada uno de mis viajes, mientras esperaba la salida del tren, leyendo primero a Agatha Christie, a Stephen King y a tantos y tantos otros después… el mismo banco en el que casi 20 años después de aquella primera vez, tú me diste aquel primer beso que me hizo volar; aquel beso que me hizo comprender que tantas experiencias vividas; tantos sinsabores y tantas alegrías, sólo podían tener un resultado lógico: tu beso, El Beso. Y a través de tus labios, yo puse mi alma y me juré que mi corazón sería siempre tuyo.

Tantas veces, tantas, desde entonces nos hemos besado en el mismo sitio: unas, porque nos íbamos juntos; en otras porque tú o yo teníamos que salir, pero siempre, sabiendo que a la vuelta, en ese mismo sitio estaría el otro con la mirada tierna y el beso acogedor.

La megafonía de la estación llamando a la salida del próximo tren, me sacó de mis pensamientos. Han pasado casi 10 años desde aquel beso y ahora, por primera vez, me encuentro en el banco, mi banco, sólo, triste, confundido. Tú ya no estás; ya no tengo tus besos, ni tu mirada tierna, ni tus abrazos cariñosos. A mi alrededor sigue la gente yendo y viniendo, pero ya no está el chico de los periódicos, ni la estanquera, ni el revisor con el silbato, ni jefe de estación que avise a los pasajeros; ya no hay. Ya no se ve a través de la verja exterior ningún 600, ni ningún Tiburón, ni ningún R-4 aparcado fuera… ¿dónde está mi pasado? ¿dónde está mi vida? ¿dónde estás tú, mi amor? Ya no puedo mirar a esa joven pareja que se besa, porque me arde el corazón; ni a aquellos que caminan de la mano, porque me embarga la desesperación.

Voy a coger el tren una vez más, pero por primera vez lo cojo sin destino ni final; porque yo me marcho, pero tú te quedas atrás y contigo mis recuerdos de infancia teñidos de tristeza y amargura.

Siento que dos lágrimas de plata ruedan por mis mejillas, por ti, por mí, por lo que tuvimos, pero nadie puede verme… y lenta, cansinamente, mis pasos se dirigen al andén; mi pie se apoya en el escalón del vagón, y desde allí, no puedo evitar girar la cabeza, echar la vista atrás e imaginarte allí.

Con el lento vaivén del tren, allí, en el andén, se queda mi ilusión; se queda mi vida; se queda mi banco; se queda mi estación…

(Javier Gómez, De la Web: Sobre relatos)
miércoles, 11 de febrero de 2009 | By: Abril

¿La Felicidad?


El sábado trae regalos, por momentos relucientes…, allá bajo el sol de la risueña Alicante. Porque así veo yo la ciudad, sonriente y colorida; y siempre, siempre soleada, desde que me adentro en sus laberintos y camino distraídamente sobre sus aceras, o desde que detengo el vertiginoso decurso del tiempo en un rico y fresco mojito elaborado en cualquier local de esos que estrechamente se pierden en mitad de una calle. Es curioso cómo se gana querencia con el trato. Antes, no hará tanto, la capital alicantina para mí no significaba más que una parada casi obligada, una visita conveniente para comprar algún artículo o para distender la tarde dominical bajo el manto de una película, mecido en el sopor que deja el olor a palomitas. Lo siento por ti, Alicante, pero ni tú ni yo éramos los mismos. Y sabido es que las luces de las avenidas refulgen más cuanto más hinchado lleva uno el corazón en su mochila.

Como somos tardones, solemos aterrizar en la calle Mayor a eso de las tres de la tarde. La crisis dibuja su cara más sufrida en los menúes (cada día más baratos) estampados en las pizarras de los establecimientos, y en los apremiantes rostros de los camareros que a nuestro paso nos invitan a degustar las bondades culinarias de lo que allí adentro se cuece. Observamos con sorpresa que la zona para no fumadores está yerma de personas, como si una bomba química hubiera borrado todo rastro humano. Arriba, a donde se empipa uno con placer el puro o el cigarro tras la pitanza, suelen darse bastantes mesas llenas. Ocupamos una, mirando en derredor, con timidez, como quien entra a hurtadillas en una biblioteca para no atraer la atención de la concurrencia. Ya relajados, nos lanzamos a las viandas. La invariable costumbre nos hace abandonar los últimos el local, justo cuando los rostros de los camareros yo no son apremiantes, como cuando nos recibieron, sino de puro hastío. ¡Qué pelmas!, -creo que leo en sus ojos mientras nos despiden con forzada simpatía.

Salimos. Es la calle Mayor, a la que cada sábado vemos como recién inaugurada, por la que transitamos a paso de soldado herido, en exasperante lentitud, atrapando el gesto de sus edificios, la armonía de sus años, la antigüedad de sus calles instalada en ese enjambre de Historia que se llama, con justicia, El Barrio. Y noto, una vez más, como que se me regalara un objeto de inapreciable hermosura, irrepetible: la felicidad.

(A ti, Alicante, por Claudio Rizo).

Una Tarde de Cine


Estoy sentado a la orilla de un río junto a ti.

Nuestros pies juegan distraídos con el agua que corre. Detrás nuestro, la selva. Enormes árboles se elevan hasta las nubes y se escucha el canto de los pájaros y de toda clase de insectos…

Compramos boletos para la película de las 16:15 hrs. pero son recién cerca de la una de la tarde así que tendremos que esperar…

Tú rostro es del color de la tierra cuando la moja la lluvia y tu vestimenta compite en color con el plumaje de las aves. Eres infinitamente hermosa y yo tomo de tu mano mientras nuestros pies continúan rompiendo el curso de las aguas que corren claras hacia el mar.

Subimos hasta el último piso y nos sentamos a esperar. Conversamos acerca de nuestras historias y las horas se llenan de magia y de ganas que no avancen y que se detengan para siempre en ese momento.…
Mi nombre hace referencia a las piedras que arrastra el río. Son piedras porosas del color del cielo que los ancianos juntan para ofrendar a los dioses. El tuyo rememora las flores que crecen en el interior, cerca de los valles que hay detrás de las montañas.

Ya no entiendo el dialecto que hablábamos entonces, pero estamos sólo tú y yo, sin historias previas, como en el principio, compartiendo ese momento único e irrepetible. Esa tarde veríamos la puesta de sol, con el cielo anaranjado y rojo.
Y entramos a la sala 10 minutos antes. Una palomita de maíz juguetona que se resiste a ser comida se escapa de tus manos y huye por lugares que no debiera...pero la atrapas.

Me río contigo de la irreverencia de esa palomita y la película empieza….
Entonces, gritos, llantos y ruidos de armas de fuego. Tratamos de escondernos entre los arbustos, tratamos de que los orixas nos protegieran, los invocamos a todos, pero sólo sentí el duro golpe sobre mi cabeza y luego, mi cuerpo siendo arrastrado.
No supe de ti, pero me dije tantas veces que te habías convertido en una mariposa ese día, que hasta ahora así lo creo. Esa tarde, estoy seguro de que escapaste de los gritos y las cadenas...y aunque ya no te volví a ver, me despedí de ti mientras nos llevaban hacia el enorme animal de madera que flotaba sobre las aguas de la playa.

Y la película nos mantuvo juntos esa tarde, la mayor parte del tiempo en silencio, absorbiendo el drama de sus personajes. Hubiese querido tomarte de la mano esa tarde, como esa vez en el río, pero muchas vidas han transcurrido desde entonces y tal vez no lo hubieras entendido.

El gran animal de madera me tenía atrapado en su interior. Yemanyá trataba de impedir que avanzara más allá del horizonte y levantaba grandes olas que hacían crujir su estructura...pero nuestros dioses no podían contra los dioses de esos hombres blancos.

Cuando la película terminó caminamos un poco bajo un sol atardecido.
Te escuché cantar esa tarde mientras caminábamos por las calles de Santiago y por una extraña razón, tu presencia y tu canto me transportaron hacía un lugar lejano y difuso,a la orilla de un rio.

(Juan Cárcamo Romero)
sábado, 7 de febrero de 2009 | By: Abril

Espero un tren, mi Laura


No es fácil llenar una maleta. Supones que basta con vaciar los cajones y sacar algunas prendas del armario, pero no siempre es así. A veces un simple par de calcetines puede retrasar el proceso como no te imaginas. Los sacas del cajón y ya percibes su resistencia. Intentas echarlos en el fondo de la maleta, pero los malditos se te enredan en las manos como si tuvieran vida propia. Por fin, cuando consigues dejarlos en su sitio y te vuelves a coger otra cosa, escuchas detrás de ti una vocecilla que te hace estremecer. Ah -piensas-, no callarán esos calcetines. Imagina que tal proceso se repitiera además con las camisas, con los pantalones, con alguna corbata malévola que se te tirara al cuello. Necesitarías una tarde entera para una simple maleta. No es fácil, no.

Dicen que la culpa puede producir efectos increíbles. Cuanto más te afanas por pasar página, más se afana ella por volver atrás. No es que mis calcetines hablaran cuando los dejé en la maleta y me volví, hablaba la culpa. Laura nos compró para ti, no tienes derecho a alejarnos de ella.

Algo así decían los bribones. La mitad de los objetos que metí en la maleta pronunciaron frases semejantes, casi siempre con desprecio. ¿Adónde te crees que vas? -me dijo el libro de poemas que me regalaste en marzo-. Sin su luz plateada nunca encontrarás tu sombra.

Necesitaba terminar con esta tortura, aunque supiera que nadie en el mundo iba a comprender a qué tortura me estaba refiriendo. Tortura tu nombre pronunciado a todas horas, escrito en el vaho de los espejos, deletreado una y mil veces con la tenacidad del niño que aprende a hablar. Tortura el olor de piel que se mete dentro de los huesos y allí germina. Tortura tu risa afilada, los gestos de tus manos, la blancura cerámica de tus pequeños pies. Y para tal despliegue de crueldad, una única víctima obediente y devota hasta ayer mismo, cuando se miró al espejo y supo que aquel rostro que observaba ya no era suyo, ni suya era su vida de buen esclavo. De ahí a la maleta sólo hubo un paso.

Necesitaba encontrarme, ¿lo entiendes?

Cuando leas esta carta estaré lejos. Aún no se dónde exactamente, pero seguro que en algún lugar lleno de ruidos, de olores, de gestos infinitos que me distraigan. Siento la necesidad de salir a la calle y mezclarme con la gente, quiero entrar en las tiendas a coger y dejar cosas para que mis manos recobren el tacto de las viejas texturas. No centrarme en nada, no excluir nada ni sentir preferencia alguna. Una gran ciudad, por supuesto. Con largas avenidas llenas de curiosos y mendigos, de parejas con niños, de vendedores de objetos inútiles cuyo precio preguntaré por el simple placer de no recordar ninguno. ¿Lo entiendes?

Creo que no. Hasta es posible que, en lugar de hacer comprensible mi acto, esta carta multiplique la perplejidad que empezaste a sentir ayer al llegar a casa y no encontrarme. Recorriste las habitaciones buscándome y llegaste a nuestro dormitorio con los cajones abiertos, sin maleta, sin el libro de poemas en mi mesita de noche. Seguro que pusiste un nombre a aquella escena, y que no fuiste capaz de comprenderla. Por eso escribo estas líneas: para ayudar a tu perplejidad a transformarse en odio. El odio es bueno, créeme. Te da una perspectiva brutal.

Yo deseo todas las perspectivas para, dentro de algún tiempo, poder recobrar la que me pertenece. No me la quitaste tú, eso sería simplificar demasiado, pero de alguna manera provocaste que saliera el esclavo que todos llevamos dentro. Una pastilla y tendrá el paraíso. ¡Cuántos seres humanos firmarían ese contrato! Sin demasiadas dudas, sin más dolor que el roce de las argollas uncidas a los pies. El paraíso a cambio de unos gramos de orgullo: parece un trueque difícil de rehusar. Yo no pude, ni quise, y tal vez ahora me daría cien capones diarios de habérseme ocurrido semejante estupidez. Quién sabe, hasta sería aún más esclavo de tu nombre de lo que llegué a serlo en realidad. Laura..., Laura... Me hubiera vuelto loco de melancolía.

El cambio fue sencillo. Yo nunca he sido gran cosa, un sillar más en el gran edificio del mundo. Me levantaba, iba a trabajar, comía...en fin. Mi única excelencia era juntar palabras y apilar versos con cierto sentido. Cinco o seis poemillas al año, no muchos más. Por eso no tuve que renunciar a casi nada -eso creí hasta ayer mismo- a cambio de mi propio paraíso. De sillar numerado a clave de un arco infinito que eras tú. De poeta sin musa a esclavo en el edén. Como respirar, así de fácil.

Tres años de naufragio voluntario en esa isla con la que todos los hombres sueñan alguna vez. Y ahora, de repente, me voy corriendo a la playa, ato unos troncos de palmera y me hago a la mar con mis calcetines parlantes y esta cara barbuda que no soy capaz de reconocer. Un barco, un puerto, una gaviota solitaria con una rama de olivo en el pico. Es para matarme, ¿verdad?

Y por si fuera poco, te quise con toda mi alma, y te quiero aún, y creo que te querré siempre con una cara o con otra. Ódiame, pequeña. Desprecia al hombre-sillar que prefiere la rutina de las cosas y sus tres o cuatro poemillas anuales. Escupe a quien con tanta dedicación subiste al cielo y ahora se escabulle por la puerta trasera hacia cualquier gomorra de vendedores ambulantes. Llámame loco, payaso, desagradecido... pero no te olvides de comprenderme un instante aunque sólo sea por los viejos tiempos. A los esclavos que huyen siempre hay que apoyarlos un poco, aunque su señor sea rico y bello y justo y les haya tratado como a príncipes. Hay algo decente en su rebelión. Y si me amaste y me sigues amando sentada en la cama con esta carta sobre las piernas, niña, déjame huir también dentro de tu memoria.

Espero un tren. Ha sido una noche muy larga y ahora, con la tímida luz de la mañana, llega la hora de partir. Tengo miedo y la culpa me muerde los huesos. Cada segundo que pasa siento la tentación de desandar el camino y volver a casa de rodillas. Laura te espera -murmuran los calcetines dentro de la maleta-. Ve, tonto, ella sabrá perdonarte. Cada segundo que niego soy un poco más fuerte, un poco más sordo en realidad. Supongo que en dos o tres meses sólo escucharé un runrún de fondo en el barullo de gestos y olores de esa gran ciudad a la que marcho. En dos o tres años, volveré a ser ese sordo perfecto que siempre fui antes de conocerte. Un sillar más en el gran edificio del mundo.

Espero un tren, mi Laura.

(Carlos Buisán)

Nota: Carta finalista del VI Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor
lunes, 2 de febrero de 2009 | By: Abril

Una Carta de Amor


Señorita:

Usted y yo nunca fuimos presentados, pero tengo la esperanza de que me conozca de vista. Voy a darle un dato: yo soy ese tipo despeinado, de corbata moñita y saco a cuadros, que sube todos los días frente a Villa Dolores en el 141 que usted ya ha tomado en Rivera y Propios. ¿Me reconoce ahora? Como quizá se haya dado cuenta, hace cuatro años que la vengo mirando. Primero con envidia porque usted venía sentada y yo en cambio casi a upa de ese señor panzudo que sube en mi misma parada y que me va tosiendo en el pescuezo hasta Dieciocho y Yaguardón. Después con curiosidad, porque, claro, usted no es como las otras: es bastante más gorda. Y por último con creciente interés porque creo modestamente que usted puede ser mi solución y yo la suya. Paso a explicarme.

Antes que nada, voy a pedirle encarecidamente que no se ofenda, porque así no vale. Voy a expresarme con franqueza y chau. Usted no necesita que le aclare que no soy lo que se dice un churro, así como yo no necesito que Ud. Me diga que no es Miss Universo. Los dos sabemos lo que somos ¿verdad? ¡Fenómeno! Así quería empezar. Bueno, no se preocupe por eso. Si bien yo llevo la ventaja de que existe un refrán que dice: «El hombre es como el oso, cuanto más feo más hermoso» y usted en cambio la desventaja de otro, aún no oficializado, que inventó mi sobrino: «La mujer gorda en la boda, generalmente incomoda», fíjese sin embargo que mi cara de pollo mojado hubiera sido un fracaso en cualquier época y en cambio su rolliza manera de existir hubiera podido tener en otros tiempos un considerable prestigio. Pero hoy en día el mundo está regido por factores económicos, y la belleza también. Cualquier flaca perchenta se viste con menos plata que usted, y en ésta, créame, la razón de que los hombres las prefieran.

Claro que también el cine tiene su influencia, ya que Hollywood ha gustado siempre de las flacas, pero ahora, con la pantalla ancha, quizá llegue una oportunidad para sus colegas. Si le voy a ser recontrafranco, le confesaré que a mí también me gustan más las delgaditas; tienen no sé qué cosa viboresca y fatigosa que a uno le pone de buen humor y en primavera lo hace relinchar. Pero, ya que estamos en tren de confidencias, le diré que las flacas me largan al medio, no les caigo bien ¿sabe? ¿Recuerda ésa peinada a lo Audrey Hepburn que sube en Bulevar, que los muchachos del ómnibus le dicen “Nacional” porque adelante no tiene nada? Bueno, a ésa le quise hablar a la altura de Sarandi y Zabala y allí mismo me encajó un codazo en el hígado que no lo arreglo con ningún colagogo. Yo sé que usted tiene un problema por el estilo: es evidente que le gustan los morochos de ojos verdes. Digo que es evidente, porque he observado con cierto detenimiento las babosas miradas de ternero mamón que usted le consagra a cierto individuo con esas características que sufre frente al David. Ahora bien, él no le habrá dado ningún codazo pero yo tengo registrado que la única vez que se dio cuenta de que usted le consagraba su respetable interés, el tipo se encogió de hombros e hizo con las manos el clásico gesto de ula Marula. De modo que su situación y la mía son casi gemelas.

Dicen que el que la sigue la consigue, pero usted y yo la hemos seguido y no la hemos conseguido. Así que he llegado a la conclusión de que quizá usted me convenga y viceversa. ¿No le tiene miedo a una vejez solitaria? ¿No siente pánico cuando se imagina con treinta años más de gobiernos batllistas, mirándose al espejo y reconociendo sus mismas voluminosas formas de ahora, pero mucho más fofas y esponjosas, con arruguitas aquí y allá, y acaso algún lobanillo estratégico? ¿No sería mejor que para esa época estuviéramos uno junto al otro, leyéndonos los avisos económicos o jugando a la escoba del quince? Yo creo sinceramente que a usted le conviene aprovechar su juventud, de la cual está jugando ahora el último alargue. No le ofrezco pasión, pero le prometo llevarla una vez por semana al cine de barrio para que usted no descuide esa zona de su psiquis. No le ofrezco una holgada posición económica, pero mis medios no son tan reducidos como para no permitirnos interesantes domingos en la playa o en el Parque Rodó.
No le ofrezco una vasta cultura pero sí una atenta lectura de Selecciones, que hoy en día sustituye a aquélla con apreciable ventaja. Poseo además especiales conocimientos en filatelia (que es mi hobby) y en el caso de que a usted le interese este rubro, le prometo que tendremos al respecto amenísimas conversaciones. ¿Y usted qué me ofrece, además de sus kilos, que estimo en lo que valen? Me gustaría tanto saber algo de su vida interior, de sus aspiraciones. He observado que le gusta leer los suplementos femeninos, de modo que en el aspecto de su inquietud espiritual, estoy tranquilo. Pero, ¿qué más? ¿Juega a la quiniela, le agrada la fainá, le gusta Olinda Bozán? No sé por qué, pero tengo la impresión de que vamos a congeniar admirablemente. Esta carta se la dejo al guarda para que se la entregue. Si su respuesta es afirmativa, traiga puestos mañana esos clips con frutillas que le quedan tan monos. Mientras tanto, besa sus guantes su respetuoso admirador.

(Mario Benedetti)