martes, 25 de noviembre de 2008 | By: Abril

El Diario de Lucía Maraver


Querido diario:

Hace tres años que no escribo. Hace tres años me fui de viaje en busca de la felicidad y haciendo autostop hacia el país de los sueños conocí al hombre perfecto, Amor nº 14. Para castigarlo por haber tardado tanto tiempo, me casé con él. Es maravilloso, más de lo que nunca pude imaginar. Tan perfecto como los castillos de arena que fabrica para mí. Acabo de hacer dorada a la veneciana, en estos años he aprendido a cocinar. Ya no veo la tele nunca. Aborrecí los programas que veía, porque cuando los ponía era una pelea continua con Amor nº 14. No quiero que se enfade conmigo. No he aprendido nada. Actúo igual que lo hacía con los anteriores. Siempre he tenido miedo al abandono. Ese es un trauma que jamás superaré. Se lo debo a mamá, pero ella ya no lo recuerda…
Enciendo el ordenador todos los días. Varias veces. Estoy enganchada y esa es mi única adicción. Escribo mientras pienso y no sé muy bien qué pongo.
En la habitación de la hija que nunca tendré hemos instalado la biblioteca. El saber ocupa mucho espacio en esta casa. No es un hogar, es sólo una casa bonita en una urbanización de lujo. Amor nº 14 no echa en falta a la hija que nunca tendremos, sólo yo pienso en cómo sería su vida, de haber existido. No veo su cara, pero sí una cuna preciosa en forma de nuez gigante. Creo que voy a separarme. Acabo de redactar una decisión antes de haberla tomado. Voy a sacar a mi hija invisible de su preciosa nuez gigante y me voy a marchar por la puerta. Amor nº 14 no se merece esto. Es una buena persona. No tiene aristas, es lineal y previsible. Sé que lo pasará mal. Pero voy a dejarle. Hay más. El-imaginario-hombre-casi-perfecto ha estado estos días rondando por mi vida. Y me han entrado las dudas. No lo niego.
El caso es que vuelvo a casa. Ya no me reconozco en los espejos y eso me afecta. Tengo que volver a encontrarme.

Lucía

(La Dama)
lunes, 24 de noviembre de 2008 | By: Abril

Carta a Noah


Querido Noah:
Escribo estas líneas a la luz de las velas, mientras tú duermes en la habitación que hemos compartido desde el día de nuestra boda. Aunque no alcanzo a oír tu respiración, sé que estás ahí, y que pronto me acostaré a tu lado, como siempre. Sentiré tu calor, el bendito consuelo de tu proximidad, y tu respiración me guiará lentamente hasta el lugar donde sueño contigo, con lo maravilloso que eres.
La llama de la vela me recuerda a un fuego del pasado, que contemplé vestida con tu camisa y tus vaqueros. Entonces ya sabía que estaríamos juntos para siempre, aunque al día siguiente titubeara. Un poeta sureño me había capturado, robándome el corazón, y en lo más profundo de mi ser, supe que siempre había sido tuya. ¿Quién era yo para cuestionar un amor que cabalgaba sobre las estrellas fugaces y rugía como las olas del mar? Así era entonces, y así es ahora.
Recuerdo que al día siguiente, el día de la visita de mi madre, volví contigo. Estaba asusta­da, como nunca en mi vida, porque temía que no me perdonaras que te hubiera dejado. Cuando bajé del coche, temblaba, pero tú sonreiste y me extendiste los brazos, ahuyentando todos mis te­mores. "¿Te apetece un café?", dijiste simplemente. Y nunca volviste a sacar el tema. Ni una sola vez en todos los años que hemos vivido juntos.
Tampoco protestabas cuando, en los días siguientes, salía a caminar sola. Y si regresaba con lágrimas en los ojos, siempre sabías cuándo debías abrazarme y cuándo dejarme sola. No sé cómo lo sabías, pero lo hacías, y con ello me facilitaste las cosas. Más adelante, cuando fui­mos a la pequeña capilla e intercambiamos ani­llos y votos, te miré a los ojos y comprendí que había tomado la decisión correcta. Más aún, comprendí que era una tonta por haber dudado. Desde entonces, no me he arrepentido ni una sola vez.

Nuestra convivencia ha sido maravillosa, y ahora pienso mucho en ella. A veces cierro los ojos y te veo con hebras de plata en la cabeza, sentado en el porche, tocando la guitarra, rodea­do de niños que juegan y baten palmas al ritmo de la música que has creado. Tu ropa está sucia después de una jornada de trabajo, y estás ago­tado, pero aunque te sugiero que descanses un poco, sonríes y dices: "Es lo que estoy haciendo ". Tu amor por los niños me parece sensual y apa­sionante. "Eres mejor padre de lo que crees", te digo más tarde, cuando los niños duermen. Poco después, nos desnudamos, nos besamos y estamos a punto de perder la cabeza antes de meternos entre las sábanas de franela.
Te quiero por muchas razones, pero sobre todo por tus pasiones, que siempre han sido las cosas más maravillosas de la vida. El amor, la poesía, la paternidad, la amistad, la belleza y la naturaleza. Y me alegro de que hayas incul­cado esos sentimientos a nuestros hijos, porque sin lugar a dudas enriquecerán sus vidas. Siem­pre hablan de cuánto significas para ellos, y entonces me siento la mujer más afortunada del mundo.

También a mí me has enseñado muchas cosas, me has inspirado, y nunca sabrás cuánto significó para mí que me animaras a pintar. Ahora mis obras están en museos y colecciones privadas de todo el mundo, y aunque muchas veces me he sentido cansada o aturdida por exposiciones y críticos, tú siempre me alentabas con palabras amables.
Comprendiste que necesitaba un estudio, un espacio propio, y no te preocupabas por las man­chas de pintura en mi ropa, en mi pelo o incluso en los muebles. Sé que no fue fácil. Sólo un hombre de verdad puede soportar algo así. Y tú lo eres. Lo has sido durante cuarenta y cinco maravillosos años.

Además de mi amante, eres mi mejor amigo, y no sabría decir qué faceta de ti me gusta más. Adoro las dos, como he adorado nuestra vida en común. Tú tienes algo, Noah, algo maravilloso y poderoso. Cuando te miro veo bondad, lo mismo que todo el mundo ve en ti. Bondad. Eres el hombre más indulgente y sereno que he conoci­do. Dios está contigo. Tiene que estarlo, porque eres lo más parecido a un ángel que he visto en mi vida.
Sé que me tomaste por loca cuando te pedí que escribieras nuestra historia antes de mar­charnos de casa, pero tengo mis razones, y agra­dezco tu paciencia. Y aunque nunca respondía tus preguntas, creo que ya es hora de que sepas la verdad.
Hemos tenido una vida que la mayoría de las parejas no conocerá nunca, y sin embargo, cada vez que te miro, siento miedo porque sé que todo acabará muy pronto. Los dos conocemos el diag­nóstico de mi enfermedad y sabemos lo que significa. Te veo llorar, y me preocupo más por ti que por mí, porque sé que compartirás mis sufri­mientos. No encuentro palabras para expresar mi dolor.
Te quiero tanto, tan apasionadamente, que hallaré una forma de volver a ti a pesar de mi enfermedad. Te lo prometo. Y por eso te he pedido que escribieras nuestra historia. Cuando esté sola y perdida, léemela —tal como se la contaste a nuestros hijos— y sé que de algún modo comprenderé que habla de nosotros. En­tonces, quizá, sólo quizá, encontremos la mane­ra de estar juntos otra vez.
Por favor, no te enfades conmigo los días en que no te reconozca. Los dos sabemos que llega­rán. Piensa que te quiero, que siempre te querré, y que ocurra lo que ocurra, habré tenido la mejor vida posible. Una vida contigo.
Si has conservado esta carta y la relees, cree que lo que digo vale también ahora. Noah, dondequiera que estés y cuando quiera que leas esto, te quiero. Te quiero mientras escribo estas líneas, y te querré cuando las leas. Y lamentaré no poder decírtelo en persona. Te quiero con toda el alma, marido mío. Eres, y has sido, lo que siempre he soñado.
Allie

(Nicholas Sparks, "El Cuaderno de Noah")
jueves, 20 de noviembre de 2008 | By: Abril

Tu imagen vagando en mi recuerdo


La última vez que te visité, te encontré más callada de lo normal, parecía como si el frío polar que sufrimos te hubiera calado los huesos y se hubiera instalado en tu alma, si es que aún la posees… Tu aspecto era gélido y rígido como la puerta de mármol que da entrada a tu casa. Las flores de tu jardín estaban en el suelo, caídas por el furioso viento que no dejaba de chillar. Su silbido se me colaba por los oídos, escalando por mi escalera de caracol auditiva, me gritaba desde dentro palabras ininteligibles que no me molesté en descifrar. Me agaché y coloqué las flores en su sitio, allí donde pudieras verlas pues son tu debilidad.
Los árboles, alzándose por encima de nuestras cabezas, me transmitían entre susurros los mensajes de almas atormentadas por el tiempo y el dolor.
De pie frente a ti te observé durante unos minutos, balbuceando palabras en un idioma inventado que solo tú y yo podemos entender. Me atendiste con paciencia, sin interrumpirme, como siempre…
Pude leer tu sonrisa en las letras del frío mármol, contemplar tus dulces ojos. Me hablabas en silencio y yo te escuchaba en mi interior.
Te di un beso de despedida, como siempre… un beso que se enfrió al tocar tu piel.
Y entre el silencio de las tumbas, aún puedo escuchar tu voz…
Tu imagen vagando en mi recuerdo.


(Elisabeth Turu)
viernes, 14 de noviembre de 2008 | By: Abril

Carta a Luis


Madrid, 1 de noviembre de 2006

Querido Luis:

Hace una semana me decidí a abrir la caja de recuerdos de nuestra relación y los papeles que sólo estaban impresos por una cara, empecé a usarlos como papel reciclado.

Hice dos montones. Uno lo dejé en la cesta de mimbre del salón donde antes dormían apiladas las revistas viejas. El otro me lo llevé a la oficina y lo coloqué en una bandeja encima de la cajonera.

Sobre el programa del Réquiem de Verdi que vimos en Praga, tomé algunas notas en la reunión de tráfico de los lunes.

En la servilleta del bar de Malasaña donde nos enrollamos, hice unos dibujos tontos mientras hablaba por teléfono con un proveedor.

Sobre la factura de la casita de Cabo de Gata a la que fuimos en Semana Santa, apunté la lista de la compra.

Detrás de la foto de Carnavales, en la que íbamos disfrazados de Adán y Eva, escribí "Miércoles 15, dentista a las 16:30".

Sobre el e-mail que me mandaste para darme ánimos cuando murió mi perra, apunté una receta de merluza con salsa de pimientos que descubrí en un programa de la tele.

En el reverso de la entrada del concierto de Madonna, le dejé escrito a la asistenta que, por favor, comprara ella los productos de limpieza.

Detrás del post-it que me dejaste en la puerta del frigorífico con un corazón atravesado por una flecha, tomé nota de los números ganadores de Euromillones. Sobre la carta en la que me decías que no podías vivir sin mí, apunté el teléfono de un chico que conocí en la fiesta de cumpleaños de María.

La montaña de papeles de la oficina se acabó rápido. La de casa va por el mismo camino. No sabes lo bien que me siento después de haber contribuido a la preservación del medio ambiente.

Un beso. Cristina.

(María Jesús Baratas del Pozo. Carta finalista del VI Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor)
lunes, 10 de noviembre de 2008 | By: Abril

Carta de un Minuto


Hola Javier:

Te escribo desde el aeropuerto, camino de Senegal (al final conseguí la Beca del Ministerio) y dejo muchas cosas atrás. Algunas las he dejado cerradas, otras están esperando mi regreso, como el equipo del hospital, y otras, se quedaron en el aire. Ya sé que fuiste tú el que me dejó hace tres meses, y quizás me esté costando olvidarte.

Pero es este alejamiento el que me da la fuerza para decirte las cosas que no te dije en su momento, y es que no le temo ya a nada. Por eso te puedo decir con auténtica franqueza que te desprecio.

Si, te desprecio por negarme los cafés de por la mañana en nuestra cama, por quitarme el roce de tus manos al apartar un mechón de mi cara, por cerrarme tus ojos y no poder ver ya nada sin ellos, por robarme besos en el pasillo del hospital, por alejarme de tu cara, por dejarme vacía si no estás dentro de mi. Te desprecio por hacerme llorar, por el frío durante estos tres meses, por la mudez de mis labios secos, por la cojera de mi corazón, por la soledad en las sábanas, por la angustia en los pasillos, por la pena de cuatro años y este final. Te desprecio porque Madrid ya no es igual, por mis amigos que eran todos tuyos, porque la pasta al pesto me sabe rancia, porque las butacas del cine son incómodas sin tu hombro al lado. Te desprecio por los hijos que no hubo, por las vacaciones que nos faltan, por no tener una hipoteca conjunta, porque me vas a faltar el resto de mi vida.

Me voy, están avisando mi vuelo, no sé si me dejo algo más, pero creo que es suficiente para decirte como me siento. No espero saber nada de tí, como tú ya no sabrás nada más de mi. Sólo quería decirte que todo lo que te desprecio es por todo lo que te amé.

Simplemente,

Ana

(Mónica Cuesta. Carta finalista del II Concurso Antonio Villalba)

Flores de Nata


Ayer tuve una cita. No es que me apeteciera mucho, la verdad, pero Linda insistió tanto que no pude negarme. Quizá hubiera sido más acertado hablarte antes de ella. El domingo me acerqué a esa floristería con forma de invernadero. ¿Te acuerdas, Sonia? Cuando paseábamos por el bulevar te detenías delante de los ramilletes del escaparate y yo disfrutaba al oírte pronunciar aquellos nombres tan raros.

Elegí unas orquídeas y una docena de rosas blancas, pero cuando ya iba a pagar me arrepentí. Para qué disgustarte si aún no era seguro que saliera con Linda. Y me alejé de la tienda, aflojándome el nudo de la corbata.

Mira que ha pasado tiempo, Sonia, pero cada vez que me ajusto la corbata es como si viajáramos de nuevo en el coche de línea. Aquella mañana radiante en que Patones se fue quedando atrás por la ventanilla y, como quien no quiere la cosa, me aconsejaste que vistiera siempre con corbata, que parecía más elegante con ella. Y también lo reviví ayer, mientras intentaba convencerme de que no es delito quedar con una compañera de la oficina. Y menos aún en estas fechas. Ponte en mi lugar, Sonia, le di largas desde mayo. A los cincuenta ya no tiene uno ganas de flirteos, pero Linda es la nueva redactora del periódico. No tiene amigos en Madrid, la pobre llegó trasladada de Valencia. Insistía en que tomáramos un café al acabar el trabajo, pero me opuse durante meses.

Me inquietaba lo que pudieras sospechar. Que vieses fantasmas donde jamás han existido y me inventé mil excusas. Las consultas al dentista, una avería morrocotuda del coche, qué sé yo. Nunca se me dieron bien los engaños, Sonia, y tal vez Linda lo notaba. Quizá pensase que no quería salir con ella. Lo cierto es que me planteó un ultimátum. No te figures que me resultó fácil. Pasé toda la jornada dándole vueltas, mientras revolvía de un montón a otro los artículos de prensa del archivador. Sin olvidarme de ti ni un segundo, Sonia. Dudaba si aceptar o no. Y eso que salí tan decidido del ático que cerré todas las ventanas. Me sigue molestando que se desperdicie la calefacción y quedarme muerto de frío cuando regreso a casa. Pero te prometo que no imaginé que te enfadarías de esa manera, por eso me animé y escribí un correo a Linda, diciéndola que sí, que la esperaba a las cinco ante la puerta giratoria del diario.

A estas alturas no pienso engañarte, Sonia. Me lo pasé bien, no puedo negarlo. Al cruzar junto a Nebraska me empalagó el aroma de los primeros roscones. Cómo no recordarte. Pero mis pensamientos eran tan fugaces como la riada de gente que me embestía en la plaza de Bilbao. Yo ya no estoy acostumbrado a estos guirigáis, Sonia. Sólo atravieso la ciudad en coche y a las seis suelo encerrarme en casa. Pero Linda no se cansaba de señalar con el dedo, como una niña maleducada. Si la hubieras visto, Sonia. Sin darme tiempo a relajar los ojos, mostrándome el Papa Noel que trepaba en un balcón, las guirnaldas tendidas en las farolas, como si el forastero fuera yo. Se me hacía tan insólito caminar al paso de otra mujer, Sonia… Hasta ayer no había advertido que tenéis un brillo semejante en la mirada. Tanto que mientras tomábamos un irlandés en el Café Comercial, temí que con solo fijar sus ojos en los míos intuyera mis pensamientos, como tú al observarme.

No te saqué a relucir, Sonia. Tampoco hizo falta. La tarde transcurrió como en las sobremesas que pasábamos con los amigos, todo el tiempo charlando. Bueno, yo no, Sonia, a mí sigue sin molestarme permanecer callado. Pero Linda es tan locuaz. Cambiaba de un tema a otro con la misma soltura con que hizo desaparecer los cacahuetes bañados de chocolate. No probé ni uno, se los zampó todos ella. Yo me ausentaba a menudo. Me sentía tan distante al acercar la cucharilla de nata a mi boca y me acordaba de ti, tras merendar un pastel, sin limpiarte aún los labios. Tuve tentaciones de irme, pero Linda al terminar se sacudió las manos en el vestido de flores y en voz tan baja como una confesión me dijo que los frutos secos le chiflaban. No hace falta que lo jures, la respondí alejando mi oído de sus labios, y por eso tuve que pedir otro café, sólo por eso, Sonia, para que nos llenaran de conguitos el plato. Jamás he pecado de roñoso, y no deseaba dar esa impresión en mi primer encuentro. Una cosa es ser reservado, Sonia, y otra muy diferente tacaño.

Caí en la cuenta de que nunca estuve en ese Café contigo, Sonia. Y te añoré como cada mañana al arreglarme para acudir a la oficina, cuando me prendías el alfiler de la corbata. Y eso que el local permanecía muy animado. Desde lejos escuché a Linda repasar las exposiciones de fotografía que se inauguran estas navidades, mientras pensaba que te hubiera encantado el trasiego de los camareros con sus pajaritas y el sabor delicioso de la nata. Pero Linda esperaba una respuesta. Es como si te hubieras aprendido de memoria una guía cultural, la comenté. Ocultó la mirada en el suelo plagado de servilletas inservibles y me reconoció que nunca iba a verlas, que prefería hacerlo acompañada. Entonces se fue al servicio, Sonia, y entretuve mi tristeza fingiendo que me interesaban los cuadros del bar y Linda sin volver del cuarto de baño.

No entiendo cómo pudo suceder. Quizá porque ya no acostumbro a tomar alcohol, Sonia. Nunca lo hago. Como mucho una cerveza antes de cenar, pero de whisky nada. Perdóname. Pero me hizo gracia cuando Linda comentó que me envejecían mis vestimentas. Quizá si me peinara de otro modo y si no llevase corbata. No es cuestión de apariencias, sino de edad, respondí. Pero en aquel instante no medité lo que me hacía, por un momento, Sonia, debí olvidarte. Y mientras me aseguraba que no era viejo, dejé que Linda me echara hacia atrás el flequillo y deshiciera la lazada. Me dejé quitar la corbata y la guardé en un bolsillo. Tal vez debí sentirlo, Sonia, pero no lo hice. Al poco rato, salimos del local y acompañé a Linda a coger un taxi. No sucedió nada más, Sonia. Te lo prometo. Excepto que ella se tomaba vacaciones y me entregó una tarjeta de visita. Por si te animas a asistir a una exposición estas navidades, me dijo, y la vi desaparecer en el taxi. Yo preferí volver a casa andando, total no estaba lejos y necesitaba un poco de aire. Aunque me ensordecieran los petardos que los chavales tiraban junto al mercado de la plaza de Barceló, donde hacíamos las compras las mañanas de los sábados.

No he sido del todo sincero contigo. Lo cierto es que prefería retrasar el momento de volver a casa y hacía una noche tan agradable. El viento imprescindible para formar remolinos y tanta vida en las calles como si fueran las once de la mañana. Me acordé de los domingos cuando íbamos a los cines de la Gran Vía, como dos novios de la mano, y luego discutíamos porque yo prefería comer unas bravas en Espoz y Mina y tú merendar una reina de nata. ¿Qué hubiera sido nuestra vida sin esas discusiones? Acababas saliéndote con la tuya, Sonia, y entonces me incomodaba, pero ayer no, ayer tenía la risa floja mientras regresaba a casa y me complacía recordar. De modo que no reparé en que no me había vuelto a poner la corbata.

Fue al entrar en el vestíbulo. Saqué la prenda hecha un guiñapo del bolsillo de la cazadora y sólo entonces lo sentí, Sonia. La terraza abierta de par en par, y yo que habría jurado… La cerré, ¿a qué sí? Sí, sé que la cerré, Sonia, porque iba a tardar, porque salí casi convencido de que me iba a pasar la tarde con Linda, tomando un café. O dos. Qué tiene eso de malo. Allá afuera, asomado a la barandilla, estuve a punto de hacer confeti con la tarjeta de Linda y dejar que se la llevase el aire. Que los trozos volaran entre las chimeneas y los neumáticos de los coches. Aunque te parezca mentira, a esas horas quedan muchos circulando. Pero preferí cerrar las ventanas, sentarme en el butacón frente a tu fotografía y mirarte fijamente. Tus ojos me parecieron de un tono más mate que el que yo recordaba. Quizás la calidad del papel. Por eso, Sonia, hoy volví al puesto de flores. Supongo que no me será sencillo acostumbrarme. Por lo pronto he cambiado la corbata por un foulard de seda, así no sentiré la garganta tan desprotegida como si no llevase nada. He colocado las orquídeas y las rosas en el jarrón junto a tu foto. El blanco siempre te favoreció, Sonia. Aunque te manchara los labios.

(Silvia Fernández. Carta finalista del VII Concurso Antonio Villalba)
domingo, 9 de noviembre de 2008 | By: Abril

Carta a un Pez Azul


Qué extraño se me vuelve hablar otra vez contigo. Ya son 19 años desde que te dejé en aquella playa nuestra de paseos interminables y vomitonas nocturnas. Nunca te sentó bien beber. No he vuelto a escuchar reflexiones tan dolorosas ni a sacar discursos tan febriles y negros de esta cabeza donde siempre se revuelve todo de más.

No sé si ahora sería capaz, perdí el mapa para llegar a ese epicentro cuando me mudé a esta ciudad. Porque no te dije, pero me vine a vivir a Barcelona. Me casé con una de fuera, siempre dijiste que terminaría así. Nunca te creí. Eras más listo que yo pero menos duro, por eso yo sigo vivo y tú no. ¿Quieres oír algo gracioso? He sido feliz.

Tampoco te conté nunca lo que sentí aquella mañana mientras te subían a la ambulancia hinchado y azul como un pez. ¡Qué grandísimo hijo de puta! Yo tenía mis planes esa noche y tú por lo visto los tuyos, pero había tiempo para dar una vuelta. Echaste los restos en aquel último paseo. Ingenioso, socarrón y divertido hasta que me abrazaste. Nunca me habías besado y te disculpaste al separar tu boca de la mía. Te gustaba sorprenderme siempre pero esa vez, solo esa vez, el sorprendido fuiste tú. Me quedé parado ante ti, perdido frente a ese otro mar, cantábrico y rebelde, en aquella playa llena de jóvenes que apuraban la noche del sábado. Asustado frente a mis sentimientos me fui hacia una chica que lanzaba un vaso al agua y la besé.

"¿Ves que no es nada difícil?" Te lo dije riéndome y sin mirarte a los ojos. Con la sorpresa sin réplica de la chica como testigo. También te reíste y en un arranque de audacia impropia de ti me pediste repetir la broma. Eché a correr por la arena. Caí. Estaba húmeda. Se me pegó en las manos. Me entró en la boca y en los ojos. Dolía. Aquellos malditos granos salados dolían. Me levanté con un zapato en cada mano para poder seguir corriendo hacia la Escalerona. El corazón como un reloj que se hubiese vuelto repentinamente loco marcaba un ritmo hacia atrás. Y yo, indómito como nuestro mar, hacia adelante. No sabes lo difícil que fue no mirar atrás. Alcancé la baranda y entré en el paseo marítimo, jodido pero entero. Fue una noche larga, Javier. Terminé en la explanada de la Escuela de Industriales. Gané la carrera de derrapes. Reventé una rueda, Juan, Chechu y los demás me ayudaron a cambiarla. No veas la caras y el abollón del coche. Gané la carrera y el respeto de aquella banda de descerebrados que llamábamos amigos.

Volví a casa de madrugada. Mi madre me esperaba nerviosa en el salón. De pie. Me asusté al mirarla a los ojos. La tuya había telefoneado histérica porque aún no habías aparecido. La tenías acostumbrada a la llamada de media noche desde que estabas en tratamiento. Tengo una nena de siete años, igual que tú es hija única y tardía. Clara, mi mujer, no puede tener más. ¡Cómo te sigo extrañando, cabrón!

Recuerdo que salí corriendo delante de los gritos de mi madre que me persiguieron hasta el portal. Su voz como un huracán arremolinándose en el hueco de la escalera sin lograr alcanzarme. Todos te buscaban ya.

Eran las once y la mañana estaba gris. La lluvia no era limpia ese día. Dejé de correr a la altura de la calle Covadonga. Mientras caminaba hacia la playa, recordé fragmentos sueltos de conversaciones que habíamos tenido. Mira que declararte ateo porque no te encajaba la idea del demonio. Bien que intenté hacerte entender que el demonio no tenía que cuadrar en nada. Que o se creía en él o no se creía, pero cuadrar... por más que te empeñases no cuadraría nunca. Que las cosas de Dios son eso, Fe. Y o la tienes o no. La culpa la tenían aquellos libros de filosofía que te empeñabas en entender. La verdad es que tenías cojones. Si hasta dejó de hablarte aquel profesor chiflado porque le sacaban de quicio tus argumentos que al final del primer trimestre ya era incapaz de rebatir.

Llegué a la zona de Capua sin estar seguro del camino que había seguido. Me dejó helado la corriente que por allí penetra sin miramientos la ciudad. Crucé al paseo y vi las luces de la ambulancia. La policía había acordonado la zona con cintas tricolores atadas alrededor de las farolas. No sé por qué pensé en una inauguración en la que yo fuera el encargado de cortar la cinta. Pero sólo tenía mis manos y un uniformado me detuvo. No se podía pasar hasta que llegase el juez para ordenar el levantamiento del cadáver.

Y al fin te vi. Como si hubieses encallado en la arena después de haber perdido el rumbo. Igual que aquel delfín, ¿recuerdas? Apareció una madrugada y fue primera página en la prensa local. Igual tú diste que hablar. Una parte de que el caso siguiera en boca de todos meses más tarde la tuvo tu apellido, la otra por entero la teatralidad que te empeñaste en ponerle a ese acto final. Extraño los silencios crípticos de aquel juego a dos bandas y excluyente. Pienso que por fin te he perdonado. Será por eso que te escribo. No sé qué es peor, si el peso del rencor o el dolor de la ausencia. La soledad ha vuelto a acorralarme, la misma a la que bautizaste ridículamente para poder burlarte de ella. Tú tan listo y se te escapó que nombrar es permitir que algo ignorado entre a formar parte de uno. El gran pez azul me ha cogido por sorpresa Javier. No sé como sacármelo de dentro.

(Mar Rodríguez Coya. Carta finalista del VI Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor)